Memoria y olvido
en la plástica tijuanense:
una mirada
desde los márgenes
Roberto
Rosique[1]
Tijuana, ciudad
compleja, alabada y vilipendiada, de tránsito inusitado por quienes aún sueñan
con el camino de vida americano; multiétnica y plurilingüe, urbanísticamente
anárquica, envuelta en un crisol de circunstancias disruptivas. Carga en sus hombros una leyenda negra,
consecuencia de la Ley Seca norteamericana y sus prohibiciones, que hoy parece
superarse ante la insistencia de una comunidad cultural necia y propositiva. Ciudad
camaleón, que se adapta, se disfraza, se reinventa; cobijo y tránsito de
migrantes y polleros, drogas y narcotraficantes; hogar de hombres y mujeres
ejemplares, y también de gobiernos
fallidos encabezados por personajes folclóricos. Una población progresista y clasista,
económica y radicalmente dispar, así como una fantástica comunidad creativa que
ha soñado —y sueña— con el reconocimiento internacional y la riqueza, que ha padecido,
para su desgracia, indiferencia y olvido.
Desde los años cuarenta, esta
fauna creativa se asoma al nada circunspecto círculo social tijuanense, y no es
sino un par de décadas después que empiezan —con cierta condescendencia— a ser
tomados en cuenta. Las primeras generaciones
sobreviven (con sus grandes excepciones) entre clases de pintura, ventas
esporádicas de obras y, por supuesto, otras ocupaciones más rentables, ajenas a
su pasión creativa. El tiempo parece haberse detenido en ese trance: hoy se
padecen las mismas calamidades, con idéntico estoicismo y renovada indiferencia
institucional.
Migrantes casi todos ellos, que por múltiples circunstancias se anclaron
en la ciudad y la hicieron suya. Javier Galaviz, odontólogo, fotógrafo y
pintor, supo ver en esa generación lo que para otros pasaba desapercibido y
emprendió algo inusitado: coleccionarlos. Un gesto fundamental por sus
implicaciones en la preservación de la memoria, y que hoy —con justicia— se
agradece.
De su amplio repertorio, selecciona las obras que conformarán la muestra
Tiempo y circunstancia. Integrada
por una decena de hábiles dibujantes, con un claro dominio de la forma y el
color, así como de otros recursos indispensables para plasmar narrativas que
reflejan tanto su visión personal, como su contexto. El resultado es una
exposición que, como bien señala Adrián Volts Sáenz en su texto de sala, no se
rige por los nombres, sino por la fuerza de las obras que la conforman. Una
apreciación que, sin duda, compartimos plenamente.
Un puñado de actores que
comenzaron a cimentar los pilares de la plástica tijuanense —y que habiendo
permanecido en el olvido— son hoy reivindicados por la mirada selectiva de su
coleccionista. Vueltos presencia, o renacidos por sus logros plásticos, exhiben
aquí su pasaporte a la inmortalidad. Una exposición suigéneris que desafía las
convenciones del circuito artístico tradicional al reunir creadores que
trabajaron desde los márgenes del reconocimiento. A ellos nos sumamos hoy a
través de un breve recuento de su odisea plástica como gesto de justicia
simbólica y memoria activa.
Reynaldo Torres (Los
Ángeles, 1932 – Ciudad de México, 2015) se formó entre Tijuana y Los Ángeles,
en un tránsito constante entre dos tradiciones visuales: por un lado, el rigor
del dibujo académico aprendido con Alex Duval; por otro, la expresividad y
fluidez de la pintura decorativa, que marcaron su manera de abordar la figura
humana y la atmósfera. Este cruce configuró una sensibilidad híbrida en la que
lo cotidiano se convierte en materia poética. Aunque sus composiciones suelen
partir de escenas aparentemente simples, el dinamismo de su gesto pictórico
revela una inclinación hacia lo expresionista y hacia una sensualidad que se
despliega en la forma, en la luz y en las texturas. Incluso su breve paso por
la pintura de terciopelo dejó huella en su paleta cromática y en la
estilización casi teatral de sus personajes.
En este universo estético, las mujeres que retrata encarnan una dualidad
que oscila entre lo virginal y lo pecaminoso. Lejos de la representación
documental, Torres construye cuerpos que funcionan como símbolos,
intermediarios entre deseos, miedos y proyecciones culturales. Esta
ambivalencia tiene raíces profundas en imaginarios que van desde la tradición
religiosa —con sus claroscuros morales— hasta la iconografía comercial de
mediados del siglo XX, donde la mujer es simultáneamente objeto de devoción y
consumo. Torres no busca describir una identidad femenina concreta; más bien,
la sublima, borra rasgos singulares y realza superficies, creando figuras que
operan como espejos del deseo masculino y de sus tensiones internas.
Así, su obra no solo es un registro de escenas y figuras, es también un
comentario visual sobre la mirada y sus mecanismos. La belleza que construye
funciona como filtro, como estrategia de evasión frente a la complejidad del
género y sus conflictos contemporáneos. En esta insistencia por idealizar,
Torres deja entrever una búsqueda constante de armonía estética ante un mundo
que percibe como contradictorio. Su legado pictórico, entonces, se articula en
la tensión entre lo que se contempla y lo que se oculta, esto es, una pintura
que seduce, pero que también cuestiona, al revelar cómo la imagen puede
convertirse tanto en refugio como en afirmación de identidades y deseos.
Más que una práctica de retrato, su pintura revela una operación
ideológica, al ocultar lo que podría interpelar sus propios gustos o
contradicciones, Torres evita el encuentro con la diferencia. Su obra merece
ser leída críticamente desde los discursos de género y representación, pues en
ella la figura femenina se convierte en símbolo, no en sujeto, y la estética
funciona como escudo ante lo ético. Fue uno de los fundadores del Jardín del
Arte del parque Sullivan en la Ciudad de México.
Respecto a la obra Futuro de Luis Visuet, (Pachuca,
Hidalgo,1922- México, DF, 2012), con una simpleza inusitada, da testimonio de
su tiempo y proyecta una esperanza contenida. La imagen, sobria y enigmática,
evoca inevitablemente a Giorgio de Chirico, tanto por la presencia del maniquí
como por la atmósfera de soledad que sugiere un porvenir suspendido. Visuet
propone una mirada adelantada que, aunque hoy parece familiar por la
omnipresencia robótica, en el contexto de los años setenta solo encontraba eco
en voces como la de Aldous Huxley.
Sin embargo, su producción no se limita a esa sobriedad metafísica. En
otros momentos, su paleta estalla en colores y se aproxima a una técnica
cercana al Pop, donde las alegorías se resuelven con vitalidad y desenfado.
También se advierten escarceos con el cubismo, que revelan una mirada inquieta,
capaz de transitar entre estilos sin perder coherencia conceptual. Visuet se
muestra como un autor versátil, cuya obra oscila entre la introspección crítica
y la exuberancia formal, siempre atento a los signos de su época y a las
posibilidades del lenguaje pictórico. Fue colaborador en algunos murales de
González Camarena y formó parte del Salón de la Plástica Mexicana.
La obra de Roberto Sánchez González (Camargo, Chihuahua, 1934 - Tijuana, B. C., 2019), se inscribe en una tradición pictórica que
privilegia el retrato como vehículo de intimidad, memoria y semejanza. Aunque
su práctica no se limita a este género, su incursión en el óleo sobre
terciopelo negro lo conecta con una estética popular que, lejos de lo
decorativo, revela una sensibilidad por lo táctil, lo doméstico y lo simbólico.
El universo temático que circunda su obra —alegorías regionales, escenas
familiares, costumbres cotidianas— configura una poética del arraigo. No se
trata de una pintura costumbrista en sentido estricto, sino de una articulación
desde “la estética del gusto”, entendida como una forma de complacer sin
renunciar a la emoción. Esta elección estilística implica una ética del cuidado,
representar lo cercano, lo querido, lo reconocible, sin estridencias ni
rupturas, pero con una atención minuciosa al detalle y a la atmósfera.
Su escasa participación pública y el hecho de desenvolverse en un
círculo pequeño refuerzan el carácter reservado de su práctica, que parece
resistirse a la espectacularización del arte contemporáneo. Esta discreción no
debe confundirse con marginalidad, es una elección deliberada de intimidad como
espacio de creación. En ese sentido, su obra puede leerse como una forma de
resistencia afectiva, donde lo tradicional es sinónimo de una fidelidad a lo
vivido, a lo compartido, a lo que permanece, y no espejo de conservadurismo.
La obra de Carlos Hemmer Colmenares (Ciudad de México,
1948–Cuernavaca, Morelos, 2005) estudió en la Escuela Nacional de San
Carlos en México, DF. Se distingue por una narrativa visual que no se
entrega de inmediato, que se insinúa en capas, como si cada trazo contuviera
una historia cifrada. Sus personajes, enigmáticos y marcados por una biografía
que parece grabada en su piel, dejan de ser simples figuras para transformarse
en cuerpos-memoria, superficies de inscripción donde lo vivido se convierte en
textura. Esta densidad existencial se traduce en una técnica que, aunque
evocadora de William Blake, se aleja del misticismo bíblico para situarse en un
terreno más ambiguo, donde lo simbólico y lo emocional se entrelazan sin
necesidad de dogma. Hemmer no ilustra, sugiere; tampoco narra, convoca.
La fusión entre atmósfera y figura en su dibujo genera un espacio de
contemplación que exige del espectador una lectura activa, casi cómplice. Cada
imagen funciona como umbral y no se trata de descifrar un mensaje único, lo que
pretende es abrirse a múltiples interpretaciones, a resonancias personales y
afectivas. En este juego de insinuaciones, Hemmer construye una poética del
misterio, donde la imaginación es una herramienta crítica y no un recurso
decorativo, y su obra, más que representar, interpela y convoca a un diálogo
silencioso entre lo visible y lo latente.
La obra de Jaime Cardeña (Ciudad de México, 1949), formada en la
Escuela Nacional de San Carlos, se caracteriza por una exploración pictórica
que conjuga sensualidad, crítica cultural y densidad simbólica. En sus
composiciones, la figura femenina ocupa un lugar central: esbelta, estilizada,
evocadora de las majas españolas, aparece revestida de una elegancia popular
que no busca la complacencia, sino la provocación. Su presencia, lejos de ser
decorativa, se convierte en un campo de tensión donde se confrontan los
imaginarios del deseo, la identidad y la representación. El atuendo exuberante
y la atmósfera compleja que la rodean no solo enriquecen la escena, sino que la
saturan de ambivalencias: lo visible se vuelve máscara, lo oculto se insinúa, y
el cuerpo se convierte en signo de lo que se reprime y se desea.
Cardeña recurre a un trazo elemental que remite al desnudo manierista,
no como cita formal, sino como estrategia de desestabilización. El cuerpo se
alarga, se curva, se vuelve símbolo de una pulsión que excede la forma.
Acompañado por una narrativa mitológica fragmentaria, el dibujo se transforma
en escena ritual, donde se entrelazan historias que no buscan ilustrar relatos
clásicos, sino activar resonancias contemporáneas. El mito, en este contexto,
funciona como archivo de lo humano, como lenguaje de lo instintivo, como espejo
de lo que nos habita y nos excede. Las figuras que emergen en estas obras
condensan la tensión entre Eros y Thánatos, entre el deseo y la violencia,
entre la razón y el caos. No son alegorías estáticas, sino cuerpos atravesados
por fuerzas contradictorias, que remiten a la sombra interior que nos
constituye.
Su pintura exige una mirada que reconozca la densidad simbólica de lo
representado, que sepa leer en el cuerpo femenino no solo una figura, sino una
pregunta. En este sentido, la curaduría se convierte en acto de traducción:
entre lo pictórico y lo filosófico, entre lo sensual y lo político, entre lo
mítico y lo contemporáneo. Cardeña nos invita a habitar el umbral, a confrontar
lo que se oculta tras la imagen, a pensar el arte como espacio de resistencia
simbólica y de interpelación ética.
El trabajo de Juan González M. (Tijuana, B.C., 1962–1997),
formado bajo la enseñanza de Juan Badia y Ángel Valrá, se distingue por un
dibujo abigarrado y de trazo intenso que utiliza la saturación como recurso
expresivo. Su obra no busca reproducir la realidad inmediata, sino construir
universos paralelos donde lo fantástico, lo delirante y lo íntimo conviven. En
estas imágenes proliferan figuras y escenas que parecen surgir de sueños
febriles o de memorias fragmentadas, teñidas por una nostalgia que actúa como
atmósfera y como impulso afectivo.
En esos territorios visuales, las imágenes sicalípticas, siempre
insinuadas o veladas, se convierten en detonantes de deseo, humor y ambigüedad.
Más que erotismo explícito, González cultiva una sensualidad festiva que se
infiltra en la composición y desplaza la tensión erótica hacia el terreno de la
imaginación. Esta sugeren-cia constante genera fricciones entre lo que se
muestra y lo que se invita a completar, abriendo la obra a lecturas múltiples
que dependen en gran medida de la experiencia del espectador.
Así, el cruce entre deseo y fantasía no funciona como adorno temático,
es un eje estructural de su propuesta visual. La potencia de la obra de
González radica en su capacidad para activar la memoria, la proyección
subjetiva y la fabulación, invitando a quien la mira a participar de ese
universo saturado, íntimo y delirante. En lugar de imponer un significado
cerrado, su trabajo ofrece un espacio de resonancia, donde cada imagen se
convierte en un punto de encuentro entre imaginación, afecto y deseo.
Josué G. Meneses (Tijuana, B.C.,
1962–1998), formado en pintura bajo la guía también de Juan Badia, desarrolló
una obra caracterizada por un dibujo sobrecargado y meticuloso, acompañado de
una paleta restringida donde predominan sepias y grises. Estas gamas cromáticas
construyen atmósferas densas, casi rituales, que evocan lo arcaico y lo
espectral. No se trata de una estética nostálgica, sino de una voluntad
expresiva que busca activar otras temporalidades visuales. Su equilibrio
compositivo, lejos de la simetría clásica, da forma a universos singulares que
remiten a lo medieval no por cita literal, sino por resonancia: espacios
cerrados, figuras que parecen custodiar significados ocultos y narrativas
desplegadas como códices personales.
En este escenario simbólico, los seres que habitan sus composiciones
—zoomórficos, fantás- ticos, ambiguos— actúan como protagonistas de relatos que
entrelazan deseo, memoria y procesos de transformación. Cada figura opera como
un signo en movimiento, un agente narrativo que carga consigo historias
posibles. Aunque alejadas de la realidad visible, estas escenas mantienen una
coherencia interna poderosa, capaz de sostener la densidad simbólica que define
tanto el imaginario personal de Meneses como la propia complejidad de la ciudad
fronteriza donde nació. Lo fabuloso y lo ritual conviven para producir imágenes
que parecen antiguas y contemporáneas a la vez.
Así, la obra de Josué G. Meneses construye mundos visuales e interroga
las tensiones culturales de Tijuana —su mezcla irreverente de tradiciones, su
constante reinvención identitaria, su imaginación desbordada— y las devuelve
como materia de reflexión. Sus dibujos ofrecen un espacio deliberativo, donde
lo híbrido y lo ambiguo funcionan como estrategias de lectura y como
herramientas críticas. En este sentido, su legado si bien reside en lo que
representó, también se encuentra en lo que abrió, es decir, esa posibilidad de
pensar la imagen desde la frontera, desde la densidad simbólica y desde la
potencia fabuladora como modos de comprender nuestro propio tiempo.
En cuanto a los autores, Arturo Romero Ruiz y Norma
Michel, presentes en esta muestra, que en apariencia, desencajan de la
generación descrita, quizá convenga observarlos como el cauce natural que
desemboca en formas y abordajes estéticos distintos —un preludio de aquellos
otros que también marcarán su rumbo en la plástica que le continúa. Tal vez.
Arturo Romero Ruiz (Tijuana,
B.C., 1952–2010), formado en la Escuela Nacional de San Carlos bajo la guía de
Gilberto Aceves Navarro, desarrolló una obra figurativa profundamente marcada
por su afinidad con la música, en especial el jazz. Más que un simple motivo
temático, el jazz se convirtió en un marco conceptual que orientó su forma de
construir la imagen: ritmo, cadencia, variación, pausa e improvisación se
traducen en decisiones plásticas que definen su carácter expresivo. En este
sentido, Romero Ruiz no se limita a representar músicos o escenas musicales;
pinta desde una musicalidad, trasladando al lienzo la lógica de la
improvisación y el fraseo.
Sus composiciones se resuelven mediante trazos vigorosos que oscilan
entre la contención rítmica y la libertad gestual. Las líneas, que a primera
vista parecen aleatorias, responden a una búsqueda deliberada de movilidad
espontánea: un dibujo que se despliega como si siguiera una partitura interna.
Incluso cuando su paleta se inclina hacia colores sosegados, la estructura
formal otorga dinamismo, fluidez y un ánimo celebratorio. Sus figuras se
desplazan con la misma naturalidad con la que un músico alterna entre el compás
y la improvisación, generando analogías visuales entre forma y sonido que
constituyen la esencia de su propuesta plástica.
La obra de Romero Ruiz vibra con una energía que rehúye la nostalgia y
apuesta, en cambio, por la vitalidad del instante. En sus cuadros, el gesto
pictórico opera como un equivalente del solo improvisado: una afirmación del
presente, de la intensidad del acto creativo y de la libertad expresiva. En
este sentido, su legado radica en la
representación del jazz y en la traducción profunda de su espíritu al lenguaje
visual, dando lugar a una pintura que respira, se mueve y dialoga con la misma
fuerza emocional que una pieza musical en ejecución.
Norma Michel (Tijuana, B.C.,
1968), formada en la Casa de la Cultura de la Altamira bajo la guía del maestro
Carlos Castro, ha desarrollado un dibujo meticuloso que sostiene la complejidad
de sus universos visuales. Aunque sus alegorías rozan lo surrealista, sus imágenes
no emergen del automatismo psíquico, lo hacen desde una intimidad observada con
agudeza, donde lo doméstico, lo familiar y lo cotidiano se transfiguran en
símbolos. A través de entramados densos, Michel construye relatos que, aun
cuando parecen inconexos, revelan una poética visual que contrapone lo íntimo y
lo imaginado, produciendo un territorio simbólico donde las historias
personales adquieren resona-ncia colectiva.
En esta muestra, Michel dialoga con un grupo de creadores versátiles
cuyas preocupaciones estéticas evidencian la presencia de influencias de las
viejas vanguardias europeas, particularmente del expresio-nismo y del
surrealismo, aunque reinterpretadas desde un horizonte fronterizo y
contemporáneo. En sus obras predominan alegorías articuladas mediante un
expresionismo contenido, así como guiños surrealistas que eluden la copia
eurocéntrica para afirmar una identidad visual propia, cargada de ansiedades,
nostalgias y anhelos. Este posicionamiento los distancia notablemente de la
vieja escuela mexicana de pintura, dominante en otros creadores de su
generación, y revela una pulsión creativa que busca expandir la visualidad más
allá de los códigos heredados.
La obra de Michel no se limita a suceder a las vanguardias históricas, ella
las reactiva críticamente desde el presente, construyendo un universo propio a
partir de lo que quedó latente o excluido. Los ecos de esas corrientes no
operan como referencias nostálgicas, son relecturas activas que alimentan su
lenguaje artístico. En este contexto, la muestra —pequeña pero intensa,
inconclusa pero imprescindible— se presenta como un gesto de recuperación
simbólica que confronta la desmemoria y abre un espacio de memoria activa. Las
obras, al transformar lo íntimo en archivo poético, revelan que la memoria
cultural es un campo de disputa donde el arte se afirma como resistencia frente
a la amnesia colectiva.
Tiempo y circunstancia se presenta, así,
como algo más que una reunión de obras, constituye un acto de restitución
histórica para una generación de artistas tijuanenses que, pese a su potencia
creativa, permanecieron al margen de los relatos oficiales de la plástica
regional. La selección hecha por el coleccionista no responde a una lógica de
consagraciones previas, sino a la fuerza intrínseca de las imágenes, a la
contundencia de sus búsquedas formales y a la persistencia de sus voces
visuales. En ese gesto, la curaduría asume una postura crítica, devuelve
agencia a quienes la historia cultural local dejó en suspenso, y reabre un
capítulo que, aunque nunca desapareció del todo, había quedado relegado a la
memoria dispersa de talleres, casas, colecciones privadas y conversaciones
informales.
Reunir a estos creadores —dibujantes rigurosos, artesanos de la forma,
imaginadores de mundos propios— implica reconocer que la plástica tijuanense no
nació solo de los nombres que lograron instalarse en el circuito institucional,
formaron parte también aquellos que trabajaron desde los bordes, en silencio
relativo, pero con una convicción estética que hoy se revela indispensable para
comprender la complejidad cultural de la ciudad. Su reaparición en esta muestra
funciona como una puesta en valor, un retorno a escena que no mira hacia el
pasado con nostalgia, lo hace con la lucidez de quien entiende que el olvido no
es destino inevitable, que es una construcción que puede revertirse. Aquí, las
obras funcionan como documentos sensibles de una época, pero también como
desafíos, ya que obligan a revisar lo que creíamos saber sobre el origen y la
evolución del arte en Tijuana.
Al devolver presencia a quienes fueron invisibilizados por las lógicas
selectivas del campo artístico, la muestra interrumpe la inercia del olvido y
coloca estas obras en diálogo con el presente, donde su vigencia se vuelve
evidente. Su “pasaporte a la inmortalidad” no es una metáfora complaciente, es
la constatación de que la potencia de su trabajo sigue interpelándonos.
Celebrar esta exposición significa reconocer que la historia del arte
tijuanense continúa escribiéndose, y que solo al integrar estas voces
—renacidas hoy por sus propios méritos plásticos— podremos construir un relato
más justo, más amplio y verdadero de nuestra memoria visual colectiva.
[1] Mi
agradecimiento a Javier Galaviz, odontólogo, fotógrafo, pintor y coleccionista,
por la información proporcionada que hizo posible la redacción de este artículo.


No comments:
Post a Comment