Monday, April 10, 2017

Botero. El beso de judas. oil/canvas, 2010

Botero en Tijuana: odisea y oportunismo
Por Roberto Rosique
“Desde las figuras ampulosas del artista, el sensacionalismo de un arte de inalcanzables precios, hasta la visibilidad exacerbada por un acto de condescendencia aprovechada”
Sé que todo esto puede parecer una declaración teatral, pero expone desde mi perspectiva dos realidades. La primera, es la odisea para que esta colección de Fernando Botero Angulo (Medellín, 1932), el pintor latinoamericano vivo más exitoso económicamente hablando, lograra exhibirse en el Cubo del Centro Cultural Tijuana; en la que habría de considerarse las múltiples implicaciones burocráticas que se sortearon, el enorme gasto que implicó movilizar la muestra (seguro y manejo de obra) y tantas vicisitudes más que resultaría ocioso describirlas. Hazaña que habrá de reconocérsele a la atinada dirección de esta institución al mando de Pedro Ochoa quien da fe, que hacer las cosas bien es posible, y ello coloca al Cecut en el vértice, cuando de eventos relevantes se trata; porque posiciona a Tijuana (la ciudad anárquica) en un alto nivel cultural y esto, de manera tangencial, retrata también a su comunidad creativa y a una entidad que tiempo atrás contradijo los calificaciones vaconcelistas dejando de ser páramo sin cultura. Una institución que ofrece a la comunidad expresiones artísticas variadas para que el espectador las coloque en el rincón que su conciencia considere pertinente. Bien por ello.
Botero, alabado y odiado, por su trabajo, éxitos y riqueza; un pintor modernista que desde los años sesenta logra abrirse camino en el espinoso mercado del arte, escalando a la fama desde el SoHo (South of Houston Street) neoyorquino, en aquel entonces un suburbio pobre que daba albergue a la comunidad creativa. Un artista que se impuso  apostando por un formalismo plástico exaltado en lo voluminoso, un signo patognomónico que lo hará distinguible por sobre cualquier otro pintor del orbe.
Creador de figuras cuya corporeidad abarcan casi la totalidad del cuadro, con perspectivas a veces arbitrarias (como lo es la escala de las figuras), las que modifica de acuerdo a su importancia compositiva o temática y hace de estos medios un recurso, un tanto lúdico, que guarda un acento irónico y una crítica social, la que se hace aparente o se diluye, cuando lo voluminoso en vez de acentuar o evidenciar el problema o el trauma, vuelve la escena jocosa y sensual (un término, este último, con el que el autor describe a sus gruesos personajes). Recursos técnicos que ante el asombro de la corpulencia convierte a sus obras satíricas en festivas y graciosas, que resulta certero en muchos de sus trabajos (bodegones, retratos, autorretratos, temas mitológicos y un largo etcétera) y provocan el disfrute en el espectador y si bien este no es el único fin del arte, es el que más atrae y entretiene al público; una intencionalidad bien empleada, seguramente responsable de gran parte del éxito sus piezas.
No obstante, he de insistir, (y aquí la segunda realidad) cuando de crítica al sistema se trata o de respaldo a la triste realidad social, las cualidades físicas de sus representados (personas, cosas y situaciones) transforman la amonestación o empatía de tal o cual escenario en un asunto gracioso que puede descollar en la broma y el simplismo, y con ello subvertir la idea esterilizando cualquier intención delatora o solidaria.  
Para ejemplo recordemos la vieja pintura titulada Retrato oficial de la Junta Militar (1971), una especie de sátira al gobierno castrense, al dictador y sus seguidores serviles, los que plasma ataviados en su uniforme de gala y atuendos costosos, todos rechonchos y sonrientes, impávidos a las moscas que le sobrevuelan y que los ridiculiza, sin que se den por enterados. Sin embargo, si la intención del autor es señalar con ese gesto lo maloliente del sistema, el impacto visual de la obra lo contradice, pues ésta, colmada de voluminosidad, gracia y armonía, deja en un plano secundario la imbecilidad que caracteriza a los personajes, el contubernio cínico y sus atrocidades cometidas.
 


Fernando Botero. Retrato oficial de la Junta Militar (1971), óleo sobre tela

Igual ejemplo de estas contradicciones son la serie Abu Ghraib, realizadas en el 2005, sobre aquellos sucesos represivos emanados de la caja de Pandora de la milicia norteamericana que el periodismo destapó y mostró al mundo sorprendiéndolo por el horror, el cinismo y la brutalidad de la otrora policía del mundo, contra iraquíes indefensos arrestados por supuestos actos terroristas. Obras “nacidas de la ira de tal horror” según declara Fernando Botero en una entrevista que la hacían para la exhibición de estos trabajos en un espacio expositivo de la Universidad de California en Berkeley; confesión que, por supuesto, no se pondría en duda. Sin embargo, lo dantesco de las escenas sometidas a las mismas cualidades plásticas descritas con anterioridad, en que la exaltación de lo corpóreo, el acartonamiento de las formas, la luminosidad  teatral de las atmósferas, en donde, además, los protagonistas son los reos y el antagonista no aparece o sólo deja ver la bota que agrede y es invisibilizado restándole importancia al hecho; todo ello vuelven triviales la agonía y la brutalidad de este acto inhumano, consecutivo al odio y al racismo inducido por la ambición de un imperio verdugo.
Aquí la intención no es suficiente para justificarse, como tampoco sus declaraciones de que “el arte es una acusación permanente”, pues ante la abrumadora realidad, las imágenes bajo ese trato frívolo, las vuelve inofensivas, groseras y ridículas; al hecho lo transforma en un acto circense y el propósito sólo deja ver oportunismo.
     

Fernando Botero, de la serie Abu Ghraib (2005)
Lo mismo puede decirse de la serie que ha realizado sobre la violencia provocada por el narcotráfico en Colombia (El carro bomba, 1999, La muerte de Pablo Escobar, 1999, La Masacre, 2000 y Pablo Escobar muerto, 2006 y tantas más), imágenes nacidas de una realidad aterradora, en donde la impunidad y corrupción del sistema han sido determinantes para su expansión al mundo con el mismo modelo sanguinario y que los medios masivos de comunicación han divulgado sin restricción alguna, volviéndolas digeribles al grado de inocuidad, pero que al ser convertidas en trama plástica, tratadas con la pincelada delicada y discreta de una capa de óleo sobre otra hasta que logra una tesitura cromática que invita al tacto, en un ambiente de formas voluminosas de placidez visual, Botero le destierra todo drama y las vuele banales. Aquel grito desesperado que quisieron exaltar denunciando todo, es convertido, por la magia del pincel, en murmullo de campanillas triviales apenas perceptible.
           

Fernando Botero, masacre (1999)                  
De ese drama sin drama, de ese anacronismo nace también Viacrucis, la pasión de Cristo (2010-2011), ese recorrido al Calvario, que desde la aprehensión de Jesús se convirtió en tormento hasta coronarlo con la crucifixión, que dado el ímpetu de las acciones se han vuelto epitome del sufrimiento, que para el creyente no tiene paragón con otro desconsuelo y ejemplifica la cúspide de su fe; visto a través de los ojos pletóricos de Botero la redundancia de formas obesas y las trivialidades de cambiar turbantes por sombreros, brazaletes por relojes o volverse espectador ataviado y como voyeur espiar o ser testigo de la traición de Judas desde una esquina del cuadro, hacen de este martirio un recorrido de formas agraciadas por el trato suave del color, la exuberancia de la forma y las miradas displicentes del resto de los protagonistas.
Un trato irreverente al suplicio que, o bien detalla y denuncia una historia manipulada hasta el cansancio por la religión o convierte al dolor, paliado por la impertinencia (evangelizado en bufonada), en una mascarada más del oportunismo.

Fernando Botero, Jesus y la multitud (2010), serie Viacrucis
¿Dónde entonces ubicar estos cuadros repletos de carne e ingeniosas formas?
Las aportaciones que esta manera de pintar tributa al arte internacional, específicamente al producido en la modernidad, fue el hacer un replanteamiento a los cánones (todavía inscritos en los parámetros griegos de belleza) de las formas del cuerpo humano aceptadas como normales, y aunque esta volumetría exaltada no deja de ser más que una cualidad formal equiparable a cualquier otra manera de expresión como las vistas durante las vanguardias históricas ataviadas de originalidad, no exime de méritos a la obra de Botero; pues colocan también a estas pizas sui generis bajo la premisa de la singularidad. Si bien ningún pintor las había abordado de la manera en como este autor lo hizo, ello puede ser el mérito; pero si además, el trabajo es propuesto y ubicado en el lugar y el momento preciso (recordemos sus inicios neoyorquinos) esto resulta atractivo para un mercado goloso de novedades que puedan ser transformadas en insumo del mismo.
La cuestión aquí (particularmente las piezas a que hago referencia) no es la forma el problema sino la intención; el representar con elementos antagónicos una situación, que aun cuando puede ser un recurso meritorio por inverosímil, se diluye cuando la forma no corresponde al hecho, sobre todo cuando bajo el pretexto del cuestionamiento y de la denuncia buscan convencer mediante el empleo de estos recursos plásticos poco congruentes con el suceso. Figuras que bajo cualquier análisis simple denotan otras cuestiones, cuya discordancia disuelven el drama o minimizan la cruenta realidad esgrimiendo únicamente el pretexto del estilo para su justificación.
Y no es que se tenga que hacer apología de estas calamidades con imágenes miméticas (eso se ha hecho hasta la saciedad), lo que es cuestionable y parece poco ético (aunque este concepto también hoy tenga poca credibilidad) es valerse de esas situaciones, para que a través de la fama que acompaña al artista y mediante el ardid publicitario, vender la idea del hartazgo a la violencia, de las corruptelas del sistema, del compromiso con la denuncia social y con la solidaridad, esto en el arte y en cualquier otra actividad humana se conoce como oportunismo.

        
                           La Crucifixión (2011)
El arte en su amplísima acepción arropa un número casi ilimitado de formas, situaciones y conceptos, de entre esa pluralidad unos de sus fines ha sido la complacencia y la emotividad que genera (aunque hoy sabemos bien de sus otras responsabilidades) y ese es un motivo que alienta a muchos artistas a reproducirlo, porque además es bienvenido en el mercado. Es incuestionable que todos tengan el mismo derecho a decidir en qué dirección guiar su barco; pero cuando hay de por medio acciones premeditadas que edulcoradas con el éxito y el pretexto de la ironía se ofrecen como muestra de solidaridad y empatía con la pobreza, el dolor, la fe o a manera de denuncia a la violencia, a la corrupción en todas sus formas imaginadas, las intenciones veladas del autor salen a relucir no importa cuán carismáticos puedan ser sus personajes.
En el arte sabemos que no siempre se muestra lo que es, que puede subvertir las situaciones o cosas, exagerar o minimizar, pecar de veraces o falsas, su imponderable capacidad camaleónica sólo es comparable a su libertad y en ese amplísimo precepto se cuela de todo; empero, mientras la guía del mismo dependa de los designios del mercado (riqueza y fama), no dejarán de sorprendernos con sus alcances propositivos, deshonestos o triviales.




Texto publicado el domingo 9 de abril en el suplemento cultural IDENTIDAD de El Mexicano.