Wednesday, November 11, 2009

LA(S) ESTETICA(S) DE LA MUNDIALIZACION

Posted by PicasaLa(s) estética(s) de la mundialización, una lectura imprescindible para ubicar el poder simbólico del arte
Roberto Rosique
La(s) estética(s) de la mundialización de Juan Carlos Reyna (Tijuana, 1980), Premio Estatal de Literatura 2008, promovidos por el Instituto de Cultura de Baja California, es el producto de una selección de textos publicados entre agosto del 2006 y agosto del 2008 en el suplemento cultural El Ángel del periódico Reforma, la revista Tempestad, Picnic, Blink y Metropolítica, entre otros y da cuenta en ellos, de una catorcena de artistas internacionales que, dentro de la amplísima fauna creativa, esa minúscula porción de elegidos representan, apelando a Bourdieu, el poder simbólico del arte y conforman, lo que acertadamente Juan Carlos Reyna denomina las estéticas del tráfico, cuyas tramas ─nos dice─ son hiladas desde el espacio escurridizo de una política que se sostiene por mitologías fundacionales.
El autor nos introduce al libro con una frase lacónica de amplísimo significado, que recluta al lector de inmediato: “El arte contemporáneo ya no puede trasgredir. El arte contemporáneo trafica”. Expresión contundente que nos confronta con los añejos valores culturales y que indica la ruta, de lo que encontraremos en el contenido de éste coherente compendio de artículos periodísticos.
Vivimos tiempos convulsos, de eso no creo existan dudas, postmodernos para algunos o en los estertores de la modernidad para otros, algo que tendrá que seguirse discutiendo sin superficialidades y que tal vez, en el dilucidar de la semántica y en la interpretación justa de la historia se precisen muchas cosas; no obstante, lo que no puede cuestionarse y menos aún desestimarse, es que vivimos como nos dice el autor “el enmascaramiento de un poder omnipotente en cuanto a que no nos es ajeno, sino que es consustancial a nosotros” en este capitalismo tardío fundamentado en un trasegar continuo de símbolos, en el que tanto el arte como el estado se someten a una política aplastante en un simulacro inacabable del poder. Recordatorio que obliga a dejar las caretas a un lado y desasirse de la cauda de aquellos convencidos con las bondades del arte subvencionado, pero sobre todo validado por el estado.
Bajo el pretexto de la democracia versus progreso (el engaño más redituable del poder), nos someten y nos vuelven transparentes, permitiéndonos ─escribe el autor─ todo tipo de disidencias para que finalmente, terminen convertidas en esperanza o ilusión, en un mero capital simbólico. Es el mito de la ciudadanía, insiste Juan Carlos Reyna, donde, hasta la etiqueta pretendidamente más trasgresora se ha mecanizado y posteriormente ha desaparecido. Son estas reflexiones las que precisan a reorientar nuestras miradas, a replantear objetivos del arte y sobre todo de la crítica, más aún, de aquella que como comparsa solapa y contribuye a confundirnos para no entender que ─como bien dice el autor─ “este aparente orden gubernamental fortalece los sistemas del poder económico, el orden de la razón y radicaliza los mitos de la sociedad progresista y de manera perversa el de la democracia”.
De ahí ─puntualiza ─ que no ha de extrañarnos la sustitución del discurso crítico del arte por habilidades de concertación, por lo que éste se ha convertido en un mero dispositivo de conciliación ante las mitologías inherentes al estado, y para ejemplo nos remite a las exhibiciones reseñadas en el libro, en donde, conjuntamente, nos ejemplifica de que manera la frontera entre industria cultural y culturas autenticas se ha desvanecido y el arte bautizado de trasgresor, se ha diluido. La cultura, reafirma Juan Carlos Reyna, se marida con el mercado.
Los artistas de esta modernidad tardía, nos explica, en particular los abiertamente legitimados, sostienen un contrato tácito con esa otra institución que es la ilegalidad. El arte contemporáneo trafica géneros, formas, pero sobre todo mitos; una veces al centro, y otras, al margen de la simulación del poder. El desierto moral de la modernidad tardía ─insiste Juan Carlos─ se origina en la simulación de los mitos políticos y por ende, en nuestra evanescencia paradójicamente manifiesta.
Ante una reconsideración de la cultura, Juan Carlos Reyna estima preciso replantear de manera radical la crítica del arte. Para el autor las estéticas del tráfico es el intento de reconsiderar la cultura desde las aproximaciones de todo lo que nos separa de lo Real; pero sobre todo, nos dice, de hacer una crítica en perpetua aproximación a lo Real.
En el recuento de artistas que el autor nos presenta, algunos hoy emblemáticos por sus apuestas trasgresoras como las del chino Zhang Huan, vemos como estas posturas quedan soterradas y edulcoradas de su amargo reproche al consumismo, a la imposición de creencias o ideologías, cuando se reconoce, escribe Juan Carlos Reyna, que su éxito económico se origina alejado del mercado neoyorquino, al ser subvencionado por magnates inmobiliarios y museos gubernamentales chinos principalmente. Otro caso en similares circunstancias sería el de su compatriota Cai Guao-Qiang, que en aras ─escribe Juan Carlos Reyna─ de hacer metáforas de la destrucción (que no escatima recursos para ello) pretende sublimar la ferocidad del mundo contemporáneo con obras efectistas, pero cuya espectacularidad apabullante es en el fondo barullo trascedental, cataclismo ascético, concluye mordazmente autor. Alegórico resulta también el japonés Takashi Murakami como un caso típico de condescendencias, intereses y beneficios convenidos entre el triunvirato arte, estado y mercantilismo; su particular mundo creativo que navega entre el arte tradicional japonés y sus corrientes contemporáneas como el animé o el manga, así como entre el pop y el surrealismo occidental, encarna para Juan Carlos Reyna, al artista de posturas exquisitamente cínicas respecto al papel que juega en un mercado que mueve millones de dólares a costa de la más descarada abulia política. O tal sería el otro caso de la africana Cosima Von Bonin que lejos del apartheid y la miseria de su continente de origen, crece en la ciudad alemana de Colonia, irónicamente bien descrita por el autor como la casa del glamour del arte consagrado y la petulante ostentación de la bohemia refinada, lo que, desde su apreciación, predispone con altanería la vocación artística; una mujer versátil, con una voluntad ─escribe Juan Carlos Reyna─ desvergonzada por destazar el heroísmo individualista del artista occidental, por medio de una obra plural, hasta cierto punto inclasificable que revela, nos dice, los abusos del oficio y que no obstante, resulta una figura central para los galeros ambiciosos, no por sus innovaciones al panorama artístico, sino como maniobra para competir con el mercado neoyorquino. A esta lista debemos sumar las lecturas puntuales que el crítico hace del fotógrafo simulacionista germano Thomas Ruff, del ex-diseñador gráfico sueco Thomas Hirschhorn, del instalacionista danés Olafur Eliasson y su ambientalismo hollywoodense; del apropiacionista Richard Price; del pintor multimillonario Gerard Richter que junto con Polke, Kiefer, Immendorff, Baselitz, contribuyen a la reconstrucción de la exitosa imagen de una Alemania aparentemente arrepentida del genocidio, que socarronamente con sus apuestas contemporáneas desplaza la hegemonía neoyorquina de las marquesinas del mainstream culturoso. Revisa también a Marlene Dumas, Louis Bourgeois, que unidas por el delgado sedal de un erotismo camuflageado las estudia con un poco más de condescendencia sin que las desligue, al igual que a los artistas antes mencionados, de este complejo y retorcido tráfico del arte. Incluso se detiene o más bien regresa, a revisar algunos aspectos de las obras de vanguardistas norteamericanos como Robert Motherwell, Robert Rauschenberg y Jasper Johns, tan lejanos a estos ejemplos previos, que de hecho, inicialmente se antojan fuera del contexto, del punto nodal del contenido temático del libro, no obstante, observados, desde la óptica en que los sitúa Juan Carlos Reyna, es decir, desde su origen en las entrañas de la maquinaria del mercado, resulta imprescindible su inclusión. Un caso particular, es el acercamiento que hace a la obra plástica de David Bowie, este veterano rockero, consolidado como tal, que opta, como otros más de esa casta, por incursionar en el arte retiniano y alcanza, aún con lo prolífico de su producción, una aceptación mediocre si se compara con sus éxitos musicales y aunque obtiene algunas ganancias económicas ─sin poner en entredicho la calidad de lo que produce─, no se puede negar su cercanía con las esferas pudientes y convenencieras del mercado artístico. Finalmente, Juan Carlos revisa de manera concisa y puntual la vida y obra de Jean-Michel Basquiat, el sofisticado marginal (que por sus antecedentes familiares no fue del todo marginal nos aclara el autor), heroinómano e irreverente, poseedor de un virtuosismo pictórico y un dibujo agreste cercano al de los alienados y al de algunos expresionistas del Dresde de la primera década del siglo pasado; resultó perfecto para forjar el prototipo del creador desvergonzado y sublime; carne fresca, extraída de la buhardilla urbana neoyorquina para el coleccionismo insaciable de exotismos; su vida fugaz contribuye al estrellato universal, el cierre perfecto para que forme parte del martirologio, requisito indispensable para un mercado hambriento de leyendas. Sin embargo, su obra, junto con la de algunos neoexpresionistas y otros artistas italianos comandados (intelectualmente) por Bonito Oliva, contribuye a reivindicar la pintura dentro de estos complejos avatares de la modernidad tardía.
Leer pues La(s) estética(s) de la mundialización, es darnos un tiempo para entender los embrollos del arte y sus alianzas cínicas con el poder económico y gubernamental; su pérdida del aura pero también su tibieza, aún con las grandilocuentes fanfarronadas de algunos exponentes que Juan Carlos Reyna nos pone como ejemplos. Artistas y obras asimiladas y subvertidas por los gobiernos que las legitiman sustrayéndole lo transgresor y que nos la ofrecen bajo una cobija artificialmente democrática que de manera impúdica nos aleja de la realidad. No obstante, los ciclos se cumplen para dar paso a otras alternativas. Finalmente me preguntaría: ¿Será que ese maridaje al que certeramente se refiere Juan Carlos Reyna entre la cultura y el estado, sea parte de ese círculo que se cierra para darle paso a una cultura más propositiva y a la vez comprometida con su realidad social? Creo que sí, e indudablemente dependerá de nosotros. En las preocupaciones manifiestas en La(s) estética(s) de la mundialización, se perciben rutas factibles para ello.