Tuesday, September 20, 2016

De la necesidad de reconocer nuestro pasado, a la ocurrencia de homenajear cualquier cosa




De la necesidad de reconocer nuestro pasado,
a la ocurrencia de homenajear cualquier cosa

 (A nuestro gobierno, a las instituciones culturales y a la comunidad en general)
Roberto Rosique

Una sociedad que no reconoce su pasado está destinada al padecer su presente y a tener un futuro poco alentador; de ahí su importancia, tanto como el hecho de que en ese reconocimiento se destaque a todo aquel que realmente contribuyó al florecimiento de la entidad.

La historia oficial de nuestro país se encuentra plagada de una serie de sucesos imprecisos, de personajes reconocidos como héroes nacionales o ejemplos a seguir, cuyos nombres fueron asignados a calles, avenidas, colonias, parques o instituciones culturales y de otras índoles, como un reconocimiento perentorio por una supuesta vida de entrega desinteresada al servicio de su comunidad o a la nación; pero que un análisis (ni siquiera profundo) revela inconsistencia y falsedad, y devela que se han homenajeado individuos oportunistas, con dotes grandilocuentes, demagógicos y farsantes, sin méritos sociales suficientes para tal reconocimiento. Que fueron designados por los gobiernos en turno, propuestos por los mismos miembros del partido político o por asociaciones político-culturales o aquellas denominadas altruistas o de beneficencia social, generalmente subsidiadas por el mismo sistema y la iniciativa privada (por lo común empresarial); acciones que únicamente ponen de manifiesto el amiguismo, el compadrazgo, el nepotismo, donde lo importante es que alguien del clan figure como luminaria para la justificación de sus acciones.

Tijuana no puede ser la excepción, la ciudad contribuye también a la glorificación de héroes nacionales y personajes locales a quienes se les atribuyen cualidades suficientes para ser perpetuados con el nombre de una calle, una colonia, un parque y ahora parecen estar de moda hacerlo con los espacios o instituciones culturales. Esto no debería ser motivo de cuestionamientos, cuando a quien se propone (o se impone) sea realmente digno de tal categorización y no únicamente el capricho de seguidores entusiastas que encuentran sublime algunos actos, cualesquiera, que no tienen que ver más que con su función elemental de ciudadano. Crear asociaciones, promover la cultura, realizar exposiciones de pintura o tardeadas de lectura de poemas, publicar folletines de cuentos, ensalzar al artista, son actos simples que podrán reconocerse y es justo; pero no al grado de otorgarles la perpetuidad con su nombre algún espacio público.

Un acto de esta naturaleza tiene implicaciones serias que tiempo atrás olvidaron respetar quienes reparten estos reconocimientos, asignarle el nombre de algún ciudadano a un espacio de esta índole implica una revisión exhaustiva de quien se pretende homenajear, tan profunda como la que se requiere para otorgar una presea universal (el Nobel o la canonización) que no es de ninguna manera el caso; pero que implica el alto grado ético de compromiso ciudadano (que no gubernamental) para argumentar fielmente y a cabalidad los hechos que se imputan como gloriosos; pues sus hijos y los hijos de sus hijos heredarán el recordatorio de la grandeza del personaje laureado, para que la certeza de su historia, así como su aportación al bien común (probado), sea motivo de imitarse.

Solemos ser injustos cuando olvidamos, pero lo somos también cuando juzgamos a la ligera o premiamos sin razón. La historia tarde o temprano esclarece hechos, reivindica y saca a relucir verdades; así que, aún cuando esta comunidad cultural cortesana esté sobrada de oportunistas que saben granjear amistades con el cuento de un pasado glorioso inexistente, que se hacen de un presente bajo el pretexto de la rectitud y que los incautos estiman valioso o encomiable y por ello reconoce y premia como grandes personajes (cuando sólo han sabido simular y acomodarse en el recaudo del que más les favorece); olvidamos que hay otra clase que no es reconocida porque no lustra botines ni condesciende en tertulias, que se entrega a lo creativo ganando su respeto en el trabajo, dejando como ejemplo una obra dilatada, valiosa, imprescindible (comprobable), esta es la casta que merece el reconocimiento y poca veces lo hacemos.

Caminamos por la segunda década del siglo nuevo, dejemos de jugar a los justos, pero sí de homenajear se trata, hagámoslo todos los días reconociendo a aquellos que hacen algo más que engordar su beneficio personal. Tenemos la obligación de reconocer al altruista, al profesionista que contribuye con su trabajo al crecimiento social, a los responsables de la cultura artística que distinguen a la ciudad en su propia casa y en otros linderos, al promotor cultural desinteresado, al servidor público responsable, al maestro comprometido, a tantos ciudadanos invisibilizados que día con día realizan su labor contribuyendo el bien común; blindémosle a todos ellos el reconocimiento porque son ejemplos de cómo debemos actuar para vivir con dignidad, y dejemos la alta estima, la presea gloriosa, el reconocimiento total, que es el hecho de poner el nombre del honrado a un espacio público, pues ello correspondería sólo a aquel o aquellos que realmente dieron la vida por la comunidad, los que denunciaron abiertamente las atrocidades de gobiernos corruptos, de servidores públicos sinvergüenzas y despóticos, de empresarios abusivos y esclavistas y que además de denunciar pusieron el ejemplo con hechos contribuyendo con su esfuerzo a mitigar la pobreza y la marginalidad. La lista de estos personajes imprescindibles y otros más de la misma ralea es escasa, y son quienes deberían servirnos de ejemplo para designar nombres a estas instancias públicas, hagámoslo, si lo que queremos construir una sociedad digna y justa.