Wednesday, November 26, 2025

Autorretraro, 2009 / oleo sobre tela, 71x101cm

Miguel Nájera:

Un pintor sin concesiones que desafió el vacío

La vida siempre nos recuerda que todo tiene un costo y que, tarde o temprano, llega el momento de saldar cuentas sin dejar pendientes. Los ciclos se cierran, a veces de manera silenciosa y sin mayor repercusión. Pero hay partidas que pesan distinto: las de quienes se enfrentaron a la vida sin concesiones, quienes avanzaron contra la corriente y nunca se resignaron a la comodidad de lo posible. Personas que, con una convicción inquebrantable, defendieron sus ideas, sostuvieron sus decisiones y mostraron, día tras día, la hondura de su carácter.

Cuando alguien así se va, el dolor es inevitable. No solo por la ausencia, sino por la interrupción abrupta de una fuerza que parecía destinada a permanecer. Sin embargo, su legado no se disuelve con el tiempo. Lo que construyeron —a veces con esfuerzo silencioso, otras con confrontación abierta— perdura como una huella firme que orienta, inspira y obliga a recordar.

Miguel Nájera (Acapulco, Gro., 1946) – Tijuana, B. C., 2025), un pintor fuera de serie, franco y directo, de carácter explosivo y mirada crítica, forjó junto con un puñado de creadores bajacalifornianos las bases de la plástica modernista en la región. Autor de una obra contundente, de una fortaleza expresiva que estalla en la figuración —representativa y alegórica—, tendencia en la que se despliega, se afirma y se mantiene con obstinación. Desde sus primeras exploraciones en la pintura sobre terciopelo negro, realizadas décadas atrás en la Avenida Revolución de Tijuana, ya mostraba una notable capacidad de resolución técnica (El Mil arrugas, 1972, óleo sobre terciopelo negro).

En sus piezas es posible reconocer la energía ampulosa y la potencia cercana a los trazos dinámicos y grandilocuentes de Siqueiros, influencia que proviene, sin duda, de su formación académica en el Instituto Potosino de Bellas Artes y en los Talleres de David Alfaro Siqueiros en Cuernavaca, Morelos.

Pintor sin ambigüedades, encaraba con la misma soltura un lienzo que un muro, y en ambos dejaba inscrita la vehemencia del trazo que lo distinguía, capaz de sobreponerse incluso a la trivialidad de algunos de sus temas. Las obras de Nájera, engendradas en la narrativa ineludible de la figuración, destilan la energía propia de una pintura templada en la modernidad; por ello, deben ser juzgadas desde esa perspectiva para apreciar plenamente sus fortalezas. 

La memoria que nos deja Miguel Nájera, lejos de la nostalgia vacía, adquiere un sentido colectivo: se convierte en un recordatorio de lo que implica vivir con integridad, con propósito y con la valentía necesaria para abrirse camino aun en los entornos más adversos. Su ausencia no es punto final; es una resonancia que permanece, que nos acompaña y que mantiene vivo aquello que defendió con tanta entereza. 

Descansa en paz, amigo. Píntales corceles briosos a los demonios y desnudos soberbios a los ángeles que ahora te acompañan, oyéndote renegar, pero mirándote asombrados mientras cubres con grandes trazos los espacios en blanco del lienzo. Allí quedará, para la posteridad, una obra polémica, crítica y fiel a tu espíritu indomable. 

Con el afecto de siempre:

Roberto Rosique

Tijuana, B. C., 26 de noviembre de 2025


 

Saturday, November 22, 2025


Memoria y olvido en la plástica tijuanense:

una mirada desde los márgenes

Roberto Rosique[1]

 

Tijuana, ciudad compleja, alabada y vilipendiada, de tránsito inusitado por quienes aún sueñan con el camino de vida americano; multiétnica y plurilingüe, urbanísticamente anárquica, envuelta en un crisol de circunstancias disruptivas. Carga en sus hombros una leyenda negra, consecuencia de la Ley Seca norteamericana y sus prohibiciones, que hoy parece superarse ante la insistencia de una comunidad cultural necia y propositiva.  Ciudad camaleón, que se adapta, se disfraza, se reinventa; cobijo y tránsito de migrantes y polleros, drogas y narcotraficantes; hogar de hombres y mujeres ejemplares, y también  de gobiernos fallidos encabezados por personajes folclóricos. Una población progresista y clasista, económica y radicalmente dispar, así como una fantástica comunidad creativa que ha soñado —y sueña— con el reconocimiento internacional y la riqueza, que ha padecido, para su desgracia, indiferencia y olvido.

 Desde los años cuarenta, esta fauna creativa se asoma al nada circunspecto círculo social tijuanense, y no es sino un par de décadas después que empiezan —con cierta condescendencia— a ser tomados en cuenta.  Las primeras generaciones sobreviven (con sus grandes excepciones) entre clases de pintura, ventas esporádicas de obras y, por supuesto, otras ocupaciones más rentables, ajenas a su pasión creativa. El tiempo parece haberse detenido en ese trance: hoy se padecen las mismas calamidades, con idéntico estoicismo y renovada indiferencia institucional.

Migrantes casi todos ellos, que por múltiples circunstancias se anclaron en la ciudad y la hicieron suya. Javier Galaviz, odontólogo, fotógrafo y pintor, supo ver en esa generación lo que para otros pasaba desapercibido y emprendió algo inusitado: coleccionarlos. Un gesto fundamental por sus implicaciones en la preservación de la memoria, y que hoy —con justicia— se agradece.

De su amplio repertorio, selecciona las obras que conformarán la muestra Tiempo y circunstancia.  Integrada por una decena de hábiles dibujantes, con un claro dominio de la forma y el color, así como de otros recursos indispensables para plasmar narrativas que reflejan tanto su visión personal, como su contexto. El resultado es una exposición que, como bien señala Adrián Volts Sáenz en su texto de sala, no se rige por los nombres, sino por la fuerza de las obras que la conforman. Una apreciación que, sin duda, compartimos plenamente.

 Un puñado de actores que comenzaron a cimentar los pilares de la plástica tijuanense —y que habiendo permanecido en el olvido— son hoy reivindicados por la mirada selectiva de su coleccionista. Vueltos presencia, o renacidos por sus logros plásticos, exhiben aquí su pasaporte a la inmortalidad. Una exposición suigéneris que desafía las convenciones del circuito artístico tradicional al reunir creadores que trabajaron desde los márgenes del reconocimiento. A ellos nos sumamos hoy a través de un breve recuento de su odisea plástica como gesto de justicia simbólica y memoria activa.

 Reynaldo Torres (Los Ángeles, 1932 – Ciudad de México, 2015) se formó entre Tijuana y Los Ángeles, en un tránsito constante entre dos tradiciones visuales: por un lado, el rigor del dibujo académico aprendido con Alex Duval; por otro, la expresividad y fluidez de la pintura decorativa, que marcaron su manera de abordar la figura humana y la atmósfera. Este cruce configuró una sensibilidad híbrida en la que lo cotidiano se convierte en materia poética. Aunque sus composiciones suelen partir de escenas aparentemente simples, el dinamismo de su gesto pictórico revela una inclinación hacia lo expresionista y hacia una sensualidad que se despliega en la forma, en la luz y en las texturas. Incluso su breve paso por la pintura de terciopelo dejó huella en su paleta cromática y en la estilización casi teatral de sus personajes.

En este universo estético, las mujeres que retrata encarnan una dualidad que oscila entre lo virginal y lo pecaminoso. Lejos de la representación documental, Torres construye cuerpos que funcionan como símbolos, intermediarios entre deseos, miedos y proyecciones culturales. Esta ambivalencia tiene raíces profundas en imaginarios que van desde la tradición religiosa —con sus claroscuros morales— hasta la iconografía comercial de mediados del siglo XX, donde la mujer es simultáneamente objeto de devoción y consumo. Torres no busca describir una identidad femenina concreta; más bien, la sublima, borra rasgos singulares y realza superficies, creando figuras que operan como espejos del deseo masculino y de sus tensiones internas.

Así, su obra no solo es un registro de escenas y figuras, es también un comentario visual sobre la mirada y sus mecanismos. La belleza que construye funciona como filtro, como estrategia de evasión frente a la complejidad del género y sus conflictos contemporáneos. En esta insistencia por idealizar, Torres deja entrever una búsqueda constante de armonía estética ante un mundo que percibe como contradictorio. Su legado pictórico, entonces, se articula en la tensión entre lo que se contempla y lo que se oculta, esto es, una pintura que seduce, pero que también cuestiona, al revelar cómo la imagen puede convertirse tanto en refugio como en afirmación de identidades y deseos.

Más que una práctica de retrato, su pintura revela una operación ideológica, al ocultar lo que podría interpelar sus propios gustos o contradicciones, Torres evita el encuentro con la diferencia. Su obra merece ser leída críticamente desde los discursos de género y representación, pues en ella la figura femenina se convierte en símbolo, no en sujeto, y la estética funciona como escudo ante lo ético. Fue uno de los fundadores del Jardín del Arte del parque Sullivan en la Ciudad de México.

Respecto a la obra Futuro de Luis Visuet, (Pachuca, Hidalgo,1922- México, DF, 2012), con una simpleza inusitada, da testimonio de su tiempo y proyecta una esperanza contenida. La imagen, sobria y enigmática, evoca inevitablemente a Giorgio de Chirico, tanto por la presencia del maniquí como por la atmósfera de soledad que sugiere un porvenir suspendido. Visuet propone una mirada adelantada que, aunque hoy parece familiar por la omnipresencia robótica, en el contexto de los años setenta solo encontraba eco en voces como la de Aldous Huxley.

Sin embargo, su producción no se limita a esa sobriedad metafísica. En otros momentos, su paleta estalla en colores y se aproxima a una técnica cercana al Pop, donde las alegorías se resuelven con vitalidad y desenfado. También se advierten escarceos con el cubismo, que revelan una mirada inquieta, capaz de transitar entre estilos sin perder coherencia conceptual. Visuet se muestra como un autor versátil, cuya obra oscila entre la introspección crítica y la exuberancia formal, siempre atento a los signos de su época y a las posibilidades del lenguaje pictórico. Fue colaborador en algunos murales de González Camarena y formó parte del Salón de la Plástica Mexicana.

La obra de Roberto Sánchez González (Camargo, Chihuahua, 1934 - Tijuana, B. C., 2019), se inscribe en una tradición pictórica que privilegia el retrato como vehículo de intimidad, memoria y semejanza. Aunque su práctica no se limita a este género, su incursión en el óleo sobre terciopelo negro lo conecta con una estética popular que, lejos de lo decorativo, revela una sensibilidad por lo táctil, lo doméstico y lo simbólico.

El universo temático que circunda su obra —alegorías regionales, escenas familiares, costumbres cotidianas— configura una poética del arraigo. No se trata de una pintura costumbrista en sentido estricto, sino de una articulación desde “la estética del gusto”, entendida como una forma de complacer sin renunciar a la emoción. Esta elección estilística implica una ética del cuidado, representar lo cercano, lo querido, lo reconocible, sin estridencias ni rupturas, pero con una atención minuciosa al detalle y a la atmósfera.

 Su escasa participación pública y el hecho de desenvolverse en un círculo pequeño refuerzan el carácter reservado de su práctica, que parece resistirse a la espectacularización del arte contemporáneo. Esta discreción no debe confundirse con marginalidad, es una elección deliberada de intimidad como espacio de creación. En ese sentido, su obra puede leerse como una forma de resistencia afectiva, donde lo tradicional es sinónimo de una fidelidad a lo vivido, a lo compartido, a lo que permanece, y no espejo de conservadurismo.

 

La obra de Carlos Hemmer Colmenares (Ciudad de México, 1948–Cuernavaca, Morelos, 2005) estudió en la Escuela Nacional de San Carlos en México, DF. Se distingue por una narrativa visual que no se entrega de inmediato, que se insinúa en capas, como si cada trazo contuviera una historia cifrada. Sus personajes, enigmáticos y marcados por una biografía que parece grabada en su piel, dejan de ser simples figuras para transformarse en cuerpos-memoria, superficies de inscripción donde lo vivido se convierte en textura. Esta densidad existencial se traduce en una técnica que, aunque evocadora de William Blake, se aleja del misticismo bíblico para situarse en un terreno más ambiguo, donde lo simbólico y lo emocional se entrelazan sin necesidad de dogma. Hemmer no ilustra, sugiere; tampoco narra, convoca.

La fusión entre atmósfera y figura en su dibujo genera un espacio de contemplación que exige del espectador una lectura activa, casi cómplice. Cada imagen funciona como umbral y no se trata de descifrar un mensaje único, lo que pretende es abrirse a múltiples interpretaciones, a resonancias personales y afectivas. En este juego de insinuaciones, Hemmer construye una poética del misterio, donde la imaginación es una herramienta crítica y no un recurso decorativo, y su obra, más que representar, interpela y convoca a un diálogo silencioso entre lo visible y lo latente.

La obra de Jaime Cardeña (Ciudad de México, 1949), formada en la Escuela Nacional de San Carlos, se caracteriza por una exploración pictórica que conjuga sensualidad, crítica cultural y densidad simbólica. En sus composiciones, la figura femenina ocupa un lugar central: esbelta, estilizada, evocadora de las majas españolas, aparece revestida de una elegancia popular que no busca la complacencia, sino la provocación. Su presencia, lejos de ser decorativa, se convierte en un campo de tensión donde se confrontan los imaginarios del deseo, la identidad y la representación. El atuendo exuberante y la atmósfera compleja que la rodean no solo enriquecen la escena, sino que la saturan de ambivalencias: lo visible se vuelve máscara, lo oculto se insinúa, y el cuerpo se convierte en signo de lo que se reprime y se desea.

Cardeña recurre a un trazo elemental que remite al desnudo manierista, no como cita formal, sino como estrategia de desestabilización. El cuerpo se alarga, se curva, se vuelve símbolo de una pulsión que excede la forma. Acompañado por una narrativa mitológica fragmentaria, el dibujo se transforma en escena ritual, donde se entrelazan historias que no buscan ilustrar relatos clásicos, sino activar resonancias contemporáneas. El mito, en este contexto, funciona como archivo de lo humano, como lenguaje de lo instintivo, como espejo de lo que nos habita y nos excede. Las figuras que emergen en estas obras condensan la tensión entre Eros y Thánatos, entre el deseo y la violencia, entre la razón y el caos. No son alegorías estáticas, sino cuerpos atravesados por fuerzas contradictorias, que remiten a la sombra interior que nos constituye.

Su pintura exige una mirada que reconozca la densidad simbólica de lo representado, que sepa leer en el cuerpo femenino no solo una figura, sino una pregunta. En este sentido, la curaduría se convierte en acto de traducción: entre lo pictórico y lo filosófico, entre lo sensual y lo político, entre lo mítico y lo contemporáneo. Cardeña nos invita a habitar el umbral, a confrontar lo que se oculta tras la imagen, a pensar el arte como espacio de resistencia simbólica y de interpelación ética.

El trabajo de Juan González M. (Tijuana, B.C., 1962–1997), formado bajo la enseñanza de Juan Badia y Ángel Valrá, se distingue por un dibujo abigarrado y de trazo intenso que utiliza la saturación como recurso expresivo. Su obra no busca reproducir la realidad inmediata, sino construir universos paralelos donde lo fantástico, lo delirante y lo íntimo conviven. En estas imágenes proliferan figuras y escenas que parecen surgir de sueños febriles o de memorias fragmentadas, teñidas por una nostalgia que actúa como atmósfera y como impulso afectivo.

En esos territorios visuales, las imágenes sicalípticas, siempre insinuadas o veladas, se convierten en detonantes de deseo, humor y ambigüedad. Más que erotismo explícito, González cultiva una sensualidad festiva que se infiltra en la composición y desplaza la tensión erótica hacia el terreno de la imaginación. Esta sugeren-cia constante genera fricciones entre lo que se muestra y lo que se invita a completar, abriendo la obra a lecturas múltiples que dependen en gran medida de la experiencia del espectador.

Así, el cruce entre deseo y fantasía no funciona como adorno temático, es un eje estructural de su propuesta visual. La potencia de la obra de González radica en su capacidad para activar la memoria, la proyección subjetiva y la fabulación, invitando a quien la mira a participar de ese universo saturado, íntimo y delirante. En lugar de imponer un significado cerrado, su trabajo ofrece un espacio de resonancia, donde cada imagen se convierte en un punto de encuentro entre imaginación, afecto y deseo.

Josué G. Meneses (Tijuana, B.C., 1962–1998), formado en pintura bajo la guía también de Juan Badia, desarrolló una obra caracterizada por un dibujo sobrecargado y meticuloso, acompañado de una paleta restringida donde predominan sepias y grises. Estas gamas cromáticas construyen atmósferas densas, casi rituales, que evocan lo arcaico y lo espectral. No se trata de una estética nostálgica, sino de una voluntad expresiva que busca activar otras temporalidades visuales. Su equilibrio compositivo, lejos de la simetría clásica, da forma a universos singulares que remiten a lo medieval no por cita literal, sino por resonancia: espacios cerrados, figuras que parecen custodiar significados ocultos y narrativas desplegadas como códices personales.

En este escenario simbólico, los seres que habitan sus composiciones —zoomórficos, fantás- ticos, ambiguos— actúan como protagonistas de relatos que entrelazan deseo, memoria y procesos de transformación. Cada figura opera como un signo en movimiento, un agente narrativo que carga consigo historias posibles. Aunque alejadas de la realidad visible, estas escenas mantienen una coherencia interna poderosa, capaz de sostener la densidad simbólica que define tanto el imaginario personal de Meneses como la propia complejidad de la ciudad fronteriza donde nació. Lo fabuloso y lo ritual conviven para producir imágenes que parecen antiguas y contemporáneas a la vez.

Así, la obra de Josué G. Meneses construye mundos visuales e interroga las tensiones culturales de Tijuana —su mezcla irreverente de tradiciones, su constante reinvención identitaria, su imaginación desbordada— y las devuelve como materia de reflexión. Sus dibujos ofrecen un espacio deliberativo, donde lo híbrido y lo ambiguo funcionan como estrategias de lectura y como herramientas críticas. En este sentido, su legado si bien reside en lo que representó, también se encuentra en lo que abrió, es decir, esa posibilidad de pensar la imagen desde la frontera, desde la densidad simbólica y desde la potencia fabuladora como modos de comprender nuestro propio tiempo.

  En cuanto a los autores, Arturo Romero Ruiz y Norma Michel, presentes en esta muestra, que en apariencia, desencajan de la generación descrita, quizá convenga observarlos como el cauce natural que desemboca en formas y abordajes estéticos distintos —un preludio de aquellos otros que también marcarán su rumbo en la plástica que le continúa. Tal vez.

Arturo Romero Ruiz (Tijuana, B.C., 1952–2010), formado en la Escuela Nacional de San Carlos bajo la guía de Gilberto Aceves Navarro, desarrolló una obra figurativa profundamente marcada por su afinidad con la música, en especial el jazz. Más que un simple motivo temático, el jazz se convirtió en un marco conceptual que orientó su forma de construir la imagen: ritmo, cadencia, variación, pausa e improvisación se traducen en decisiones plásticas que definen su carácter expresivo. En este sentido, Romero Ruiz no se limita a representar músicos o escenas musicales; pinta desde una musicalidad, trasladando al lienzo la lógica de la improvisación y el fraseo.

Sus composiciones se resuelven mediante trazos vigorosos que oscilan entre la contención rítmica y la libertad gestual. Las líneas, que a primera vista parecen aleatorias, responden a una búsqueda deliberada de movilidad espontánea: un dibujo que se despliega como si siguiera una partitura interna. Incluso cuando su paleta se inclina hacia colores sosegados, la estructura formal otorga dinamismo, fluidez y un ánimo celebratorio. Sus figuras se desplazan con la misma naturalidad con la que un músico alterna entre el compás y la improvisación, generando analogías visuales entre forma y sonido que constituyen la esencia de su propuesta plástica.

La obra de Romero Ruiz vibra con una energía que rehúye la nostalgia y apuesta, en cambio, por la vitalidad del instante. En sus cuadros, el gesto pictórico opera como un equivalente del solo improvisado: una afirmación del presente, de la intensidad del acto creativo y de la libertad expresiva. En este sentido, su legado radica  en la representación del jazz y en la traducción profunda de su espíritu al lenguaje visual, dando lugar a una pintura que respira, se mueve y dialoga con la misma fuerza emocional que una pieza musical en ejecución.

Norma Michel (Tijuana, B.C., 1968), formada en la Casa de la Cultura de la Altamira bajo la guía del maestro Carlos Castro, ha desarrollado un dibujo meticuloso que sostiene la complejidad de sus universos visuales. Aunque sus alegorías rozan lo surrealista, sus imágenes no emergen del automatismo psíquico, lo hacen desde una intimidad observada con agudeza, donde lo doméstico, lo familiar y lo cotidiano se transfiguran en símbolos. A través de entramados densos, Michel construye relatos que, aun cuando parecen inconexos, revelan una poética visual que contrapone lo íntimo y lo imaginado, produciendo un territorio simbólico donde las historias personales adquieren resona-ncia colectiva.

En esta muestra, Michel dialoga con un grupo de creadores versátiles cuyas preocupaciones estéticas evidencian la presencia de influencias de las viejas vanguardias europeas, particularmente del expresio-nismo y del surrealismo, aunque reinterpretadas desde un horizonte fronterizo y contemporáneo. En sus obras predominan alegorías articuladas mediante un expresionismo contenido, así como guiños surrealistas que eluden la copia eurocéntrica para afirmar una identidad visual propia, cargada de ansiedades, nostalgias y anhelos. Este posicionamiento los distancia notablemente de la vieja escuela mexicana de pintura, dominante en otros creadores de su generación, y revela una pulsión creativa que busca expandir la visualidad más allá de los códigos heredados.

La obra de Michel no se limita a suceder a las vanguardias históricas, ella las reactiva críticamente desde el presente, construyendo un universo propio a partir de lo que quedó latente o excluido. Los ecos de esas corrientes no operan como referencias nostálgicas, son relecturas activas que alimentan su lenguaje artístico. En este contexto, la muestra —pequeña pero intensa, inconclusa pero imprescindible— se presenta como un gesto de recuperación simbólica que confronta la desmemoria y abre un espacio de memoria activa. Las obras, al transformar lo íntimo en archivo poético, revelan que la memoria cultural es un campo de disputa donde el arte se afirma como resistencia frente a la amnesia colectiva.

Tiempo y circunstancia se presenta, así, como algo más que una reunión de obras, constituye un acto de restitución histórica para una generación de artistas tijuanenses que, pese a su potencia creativa, permanecieron al margen de los relatos oficiales de la plástica regional. La selección hecha por el coleccionista no responde a una lógica de consagraciones previas, sino a la fuerza intrínseca de las imágenes, a la contundencia de sus búsquedas formales y a la persistencia de sus voces visuales. En ese gesto, la curaduría asume una postura crítica, devuelve agencia a quienes la historia cultural local dejó en suspenso, y reabre un capítulo que, aunque nunca desapareció del todo, había quedado relegado a la memoria dispersa de talleres, casas, colecciones privadas y conversaciones informales.

Reunir a estos creadores —dibujantes rigurosos, artesanos de la forma, imaginadores de mundos propios— implica reconocer que la plástica tijuanense no nació solo de los nombres que lograron instalarse en el circuito institucional, formaron parte también aquellos que trabajaron desde los bordes, en silencio relativo, pero con una convicción estética que hoy se revela indispensable para comprender la complejidad cultural de la ciudad. Su reaparición en esta muestra funciona como una puesta en valor, un retorno a escena que no mira hacia el pasado con nostalgia, lo hace con la lucidez de quien entiende que el olvido no es destino inevitable, que es una construcción que puede revertirse. Aquí, las obras funcionan como documentos sensibles de una época, pero también como desafíos, ya que obligan a revisar lo que creíamos saber sobre el origen y la evolución del arte en Tijuana.

Al devolver presencia a quienes fueron invisibilizados por las lógicas selectivas del campo artístico, la muestra interrumpe la inercia del olvido y coloca estas obras en diálogo con el presente, donde su vigencia se vuelve evidente. Su “pasaporte a la inmortalidad” no es una metáfora complaciente, es la constatación de que la potencia de su trabajo sigue interpelándonos. Celebrar esta exposición significa reconocer que la historia del arte tijuanense continúa escribiéndose, y que solo al integrar estas voces —renacidas hoy por sus propios méritos plásticos— podremos construir un relato más justo, más amplio y verdadero de nuestra memoria visual colectiva.

 



[1] Mi agradecimiento a Javier Galaviz, odontólogo, fotógrafo, pintor y coleccionista, por la información proporcionada que hizo posible la redacción  de este artículo.