Saturday, February 22, 2020

H.CARDENAS,TABASCO.del recuerdo halagador a la tristeza por el abandono y desden
















H. Cárdenas, Tabasco, un pueblo invisible al mundo, copado de tragedias, basura, ruido y cursilería navideña.
(Del recuerdo halagador, la nostalgia perenne, a la tristeza por el abandono y el desdén).
Para Cesar Elías, cronista indispensable y a todos los amigos reencontrados
 en este fugaz viaje revelador

Por Roberto Rosique

La vida se justifica tanto por lo que hicimos como en lo que hemos dejado de hacer, de ahí lo inexcusable de la indiferencia ante lo sucedido en nuestro contexto; lo inadmisible de ver la expansión de su estado deplorable sin acción alguna que la contrarreste; que nos demos por vencido por la razón que sea, cerremos los ojos y callemos; que no cuestionemos nuestra apatía, que no hagamos nada para salir del confort (relativo) y darle un poco de justicia y sentido a la vida.
Sabía, por amigos cercanos y familiares, por algunas notas filtradas en los medios masivos de comunicación (del que con frecuencia dudas de su veracidad) del deterioro de la ciudad, de la inseguridad de la misma y de muchas triquiñuelas políticas que favorecían corrupciones, así como del protagonismo imparable, las transgresiones y abusos del crimen organizado; pero viviendo en el otro extremo del país (Tijuana) en una ciudad compleja y condescendiente con todo lo antes mencionado, no me parecía nada de otro mundo; no obstante, jamás imaginé que las cosas aquí pudiesen tener otras dimensiones. Hoy compruebo con tristeza de nueva cuenta que la realidad muchas veces supera con creces la ficción.
Después de una prolongada ausencia (tal vez diez años o más) de mi pueblo natal, regreso con  mucho entusiasmo invitado a dar algunas charlas sobre arte (que es uno de los campos en que me desempeño), la alegría por los reencuentros con la familia, con amigos de la infancia y juventud justificaron todo el tiempo mi estancia en este pueblo querido, hoy desbordado en todos los sentidos: en crecimiento, población, abandono e inseguridad.
Un pueblo que había permanecido en mi memoria sobrado de tranquilidad, donde caminar a cualquier hora del día, de la noche o madrugada no significaba más que el disfrute del silencio solo interrumpido por el sonido rítmico de los grillos y el croar sinfónico de sapos y ranas; el aire cálido y húmedo o el saludo cordial de aquel que, aun cuando no te conocía personalmente, sabía bien de tu familia y era en consecuencia un gesto de aceptación de enorme gentileza que siempre se agradecerá.
Caminar por sus calles limpias, entre caserones pintados con cal o colores vinílicos que rápidamente deslavaban las lluvias o consumía el sol irreverente quedando de esos matices huellas de humedad como condición inevitable. Casas sencillas, con sus ventanas abiertas, si acaso con cortinas floreadas para evitar miradas indiscretas husmear al interior y puertas de madera carcomidas por el tiempo aseguradas con una aldaba fácil de abrir por donde fuera; resultaban hogares para guarecerse del mal tiempo e infortunios, para celebrar todo lo ganado a pulso, para descansar y convivir con el pariente y el amigo, con familias enteras sentadas en mecedoras y sillas de madera en las banquetas tomando el fresco de la noche, conversando entre rondas de recuerdos y cotidianidades.
Moradas para vivir con la dignidad que se requiere para ser feliz, sin lujos innecesarios y una sobrada modestia que los hacía singulares; jamás como las vemos hoy cubiertas de herrajes, chapas de seguridad y alarmas para proteger la vida y pertenencias de la inclemente incertidumbre exacerbada por una bien organizada y desalmada delincuencia.
La imagen de su parque central (Hidalgo) copado de árboles frondosos de donde sobresalía una enorme torre blanca con un reloj que nunca funcionaba, con la que se había suplido la añeja escultura pétrea del Dr. José Eduardo de Cárdenas, de donde deriva y reemplaza la vieja designación de Los Naranjos para ser nombrada con orgullo Heroica Cárdenas.
Un espacio singular, querido y respetado por todos, que te libraba del sol incandescente en el verano, te proporcionaba para el descanso bancas frías de granito y cemento con la leyenda en sus respaldos del donador jamás anónimo, y las posibilidades de recorrerlo en sus avenidas circulares; sobre todo los domingos, donde todos lucíamos el mejor atuendo sacado del ropero impregnado de alcanfor o naftalina para agradar y convencer a la vecina o a la del otro barrio en espera del flechazo que pudiese culminar en un romance, la mayor de las veces inocente y esperanzador. Un espacio singular de encuentro y desencuentros, punto referencial y corazón vital de esa otrora sencilla y tranquila ciudad tabasqueña.
Hoy, la imagen aquella alimentada de nostalgia ha desaparecido en su totalidad, sus calles principales desbordadas de anuncios publicitarios de negocios varios, cubriendo lo ancho de la propiedad para visibilizar con arrogancia el giro, develando amor al lucro y un consumismo enajenante; las viejas casas  junto a otras más modernas de gustos diversos como parches bizarros trastocan sin que a nadie importe o interese el paisaje urbano; varias de ellas deshabitadas y vandalizadas, con fachadas despintadas y calles sucias saturadas de baches y basura, las que te llevan al parque Hidalgo, hoy reducido de tamaño para agilizar un tránsito incontrolable de autos ruidosos y contaminantes, cuyos conductores ignoran señalamientos por la atención puesta en celulares, en donde, por supuesto, la vida del peatón parece irrelevante.
Un parque escaso de árboles, sin aquellas bancas donadas por el pueblo ni los estanquillos de bebidas refrescantes y alimentos regionales únicos e inolvidables dispuestos en los puntos cardinales del mismo; hoy, bajo la efervescencia decembrina, las carencias de lo de ayer son suplidas por millares de luces led, de triviales ornatos chinos navideños, de casitas de cartón colorinas y mal hechas; adornos que justifican un gasto superfluo con el que se distrae a un pueblo pobre para que, con sus celulares, registren su historia; una historia edulcorada con distractores sin sentido. Un circo que al confabularse con la ignorancia hace olvidar precariedades y a cimentar una falsa cultura progresista.
Luces y más luces, a manera de un chusco carnaval hollywoodense o una lamentable réplica de  la insulsa disneylandia que arrebata lo poco que queda de lo que antaño fuimos; que obnubila ante la petulancia luminosa  y que se desborda hacia la calle principal en otro rio y cataratas de luces que a manera de manto cubren el cielo de la vía hasta la vieja Casa de la Cultura hoy remozada y linda, con los murales truncos de Montuy, una exposición de pinturas tradicionalista y muros ávidos de otras expresiones que contribuyan a salir del letargo cultural que también es manifiesto.
Un recorrido inolvidable por lo abrumador de las luces que no maravillan sino enceguecen, por lo ensordecedor de las bocinas que anuncian panaceas y todo lo humanamente vendible; que develan sus gustos musicales ya no de cumbias, danzones o canciones tropicales, sino de música de banda, de Luma y rap; un trayecto que exorciza de cualquier preocupación y deja una resaca imborrable del exceso del mal gusto.
La ciudad pacífica de ayer, con su zona céntrica de esparcimiento fue suplida por todo lo antes dicho, mas los expendios de licores, antros, puestos ambulantes de fritangas, de ropa y frutas, de Oxxos, farmacias y cualquier ocurrencia que pueda consumirse, ocupando un par de manzanas circundantes al parque referido. Sin contar (pues es historia obligada aparte) la zona del viejo mercado saturada de todo, de olores rancios y pútridos, de basura y suciedad, de personajes siniestros imposible dirigirles la mirada por el temor que infunden, de una inseguridad innegable que emana de las condiciones deplorable de sus calles mal iluminadas y la ausencia absoluta de guardianes del orden.
Un espacio, este último, crítico, vergonzoso y terrorífico (no exagero), y que, en su conjunto, develan un menosprecio, por todo eso que nos identificó en el pasado, por las costumbres que le dieron sentido a nuestras vidas; por todo aquello que nos hizo crecer orgullosos de ser cardenenses.
¿Qué nos sucedió, dónde perdimos el rumbo de nuestra dignidad, dónde quedo el amor a ese pueblo pacífico cruce obligado para cualquier rincón tabasqueño que se quisiera visitar? Yo menos que cualquier cardenense podría explicarlo y aunque todos conocen los orígenes y los responsables, señalar culpables se volvería ocioso; de ahí tal vez sólo nos quede indignarnos con nosotros mismos para retomar el camino desde nuestras trincheras y obligar a quien sea responsable de los rumbos de la ciudad a cumplir con sus obligaciones, todos juntos en una sola tarea, voltear la cara a la corrupción y comenzar a construir otra ciudad fincada en la honestidad y el orgullo.
Hoy de la Heroica Cárdenas queda únicamente el nombre sobrado de historia; la corrupción, el narcotráfico, los malos gobiernos y la apatía de sus ciudadanos le dieron forma al monstruo que la caracteriza.
Son otros tiempos sí, pero ello no justifica la indolencia.

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