H. Cárdenas, Tabasco, un pueblo invisible al mundo,
copado de tragedias, basura, ruido y cursilería navideña.
(Del recuerdo halagador, la nostalgia perenne,
a la tristeza por el abandono y el desdén).
Para
Cesar Elías, cronista indispensable y a todos los amigos reencontrados
en este fugaz viaje revelador
Por
Roberto Rosique
La vida se justifica tanto
por lo que hicimos como en lo que hemos dejado de hacer, de ahí lo inexcusable
de la indiferencia ante lo sucedido en nuestro contexto; lo inadmisible de ver
la expansión de su estado deplorable sin acción alguna que la contrarreste; que
nos demos por vencido —por la razón que sea—,
cerremos los ojos y callemos; que no cuestionemos nuestra apatía, que no
hagamos nada para salir del confort (relativo) y darle un poco de justicia y sentido
a la vida.
Sabía, por amigos
cercanos y familiares, por algunas notas filtradas en los medios masivos de
comunicación (del que con frecuencia dudas de su veracidad) del deterioro de la
ciudad, de la inseguridad de la misma y de muchas triquiñuelas políticas que
favorecían corrupciones, así como del protagonismo imparable, las
transgresiones y abusos del crimen organizado; pero viviendo en el otro extremo
del país (Tijuana) en una ciudad compleja y condescendiente con todo lo antes
mencionado, no me parecía nada de otro mundo; no obstante, jamás imaginé que
las cosas aquí pudiesen tener otras dimensiones. Hoy compruebo con tristeza —de
nueva cuenta— que la realidad muchas veces supera con
creces la ficción.
Después de una prolongada
ausencia (tal vez diez años o más) de mi pueblo natal, regreso con mucho entusiasmo invitado a dar algunas
charlas sobre arte (que es uno de los campos en que me desempeño), la alegría por
los reencuentros con la familia, con amigos de la infancia y juventud
justificaron todo el tiempo mi estancia en este pueblo querido, hoy desbordado
en todos los sentidos: en crecimiento, población, abandono e inseguridad.
Un pueblo que había
permanecido en mi memoria sobrado de tranquilidad, donde caminar a cualquier
hora del día, de la noche o madrugada no significaba más que el disfrute del
silencio solo interrumpido por el sonido rítmico de los grillos y el croar
sinfónico de sapos y ranas; el aire cálido y húmedo o el saludo cordial de
aquel que, aun cuando no te conocía personalmente, sabía bien de tu familia y
era en consecuencia un gesto de aceptación de enorme gentileza que siempre se agradecerá.
Caminar por sus calles
limpias, entre caserones pintados con cal o colores vinílicos que rápidamente
deslavaban las lluvias o consumía el sol irreverente quedando de esos matices
huellas de humedad como condición inevitable. Casas sencillas, con sus ventanas
abiertas, si acaso con cortinas floreadas para evitar miradas indiscretas
husmear al interior y puertas de madera carcomidas por el tiempo aseguradas con
una aldaba fácil de abrir por donde fuera; resultaban hogares para guarecerse
del mal tiempo e infortunios, para celebrar todo lo ganado a pulso, para
descansar y convivir con el pariente y el amigo, con familias enteras sentadas
en mecedoras y sillas de madera en las banquetas tomando el fresco de la noche,
conversando entre rondas de recuerdos y cotidianidades.
Moradas para vivir con
la dignidad que se requiere para ser feliz, sin lujos innecesarios y una
sobrada modestia que los hacía singulares; jamás como las vemos hoy cubiertas
de herrajes, chapas de seguridad y alarmas para proteger la vida y pertenencias
de la inclemente incertidumbre exacerbada por una bien organizada y desalmada
delincuencia.
La imagen de su parque
central (Hidalgo) copado de árboles frondosos de donde sobresalía una enorme torre
blanca con un reloj que nunca funcionaba, con la que se había suplido la añeja
escultura pétrea del Dr. José Eduardo de Cárdenas, de donde deriva y reemplaza la
vieja designación de Los Naranjos para ser nombrada con orgullo Heroica
Cárdenas.
Un espacio singular,
querido y respetado por todos, que te libraba del sol incandescente en el
verano, te proporcionaba para el descanso bancas frías de granito y cemento con
la leyenda en sus respaldos del donador jamás anónimo, y las posibilidades de
recorrerlo en sus avenidas circulares; sobre todo los domingos, donde todos
lucíamos el mejor atuendo sacado del ropero impregnado de alcanfor o naftalina
para agradar y convencer a la vecina o a la del otro barrio en espera del
flechazo que pudiese culminar en un romance, la mayor de las veces inocente y
esperanzador. Un espacio singular de encuentro y desencuentros, punto
referencial y corazón vital de esa otrora sencilla y tranquila ciudad
tabasqueña.
Hoy, la imagen aquella
alimentada de nostalgia ha desaparecido en su totalidad, sus calles principales
desbordadas de anuncios publicitarios de negocios varios, cubriendo lo ancho de
la propiedad para visibilizar con arrogancia el giro, develando amor al lucro y
un consumismo enajenante; las viejas casas
junto a otras más modernas de gustos diversos como parches bizarros
trastocan sin que a nadie importe o interese el paisaje urbano; varias de ellas
deshabitadas y vandalizadas, con fachadas despintadas y calles sucias saturadas
de baches y basura, las que te llevan al parque Hidalgo, hoy reducido de tamaño
para agilizar un tránsito incontrolable de autos ruidosos y contaminantes,
cuyos conductores ignoran señalamientos por la atención puesta en celulares, en
donde, por supuesto, la vida del peatón parece irrelevante.
Un parque escaso de árboles,
sin aquellas bancas donadas por el pueblo ni los estanquillos de bebidas
refrescantes y alimentos regionales únicos e inolvidables dispuestos en los
puntos cardinales del mismo; hoy, bajo la efervescencia decembrina, las
carencias de lo de ayer son suplidas por millares de luces led, de triviales ornatos chinos navideños, de casitas de cartón
colorinas y mal hechas; adornos que justifican un gasto superfluo con el que se
distrae a un pueblo pobre para que, con sus celulares, registren su historia; una
historia edulcorada con distractores sin sentido. Un circo que al confabularse
con la ignorancia hace olvidar precariedades y a cimentar una falsa cultura
progresista.
Luces y más luces, a
manera de un chusco carnaval hollywoodense o una lamentable réplica de la insulsa disneylandia que arrebata lo poco
que queda de lo que antaño fuimos; que obnubila ante la petulancia luminosa y que se desborda hacia la calle principal en
otro rio y cataratas de luces que a manera de manto cubren el cielo de la vía hasta
la vieja Casa de la Cultura hoy remozada y linda, con los murales truncos de
Montuy, una exposición de pinturas tradicionalista y muros ávidos de otras
expresiones que contribuyan a salir del letargo cultural que también es
manifiesto.
Un recorrido
inolvidable por lo abrumador de las luces que no maravillan sino enceguecen,
por lo ensordecedor de las bocinas que anuncian panaceas y todo lo humanamente
vendible; que develan sus gustos musicales ya no de cumbias, danzones o
canciones tropicales, sino de música de banda, de Luma y rap; un trayecto que
exorciza de cualquier preocupación y deja una resaca imborrable del exceso del
mal gusto.
La ciudad pacífica de
ayer, con su zona céntrica de esparcimiento fue suplida por todo lo antes dicho,
mas los expendios de licores, antros, puestos ambulantes de fritangas, de ropa
y frutas, de Oxxos, farmacias y cualquier ocurrencia que pueda consumirse,
ocupando un par de manzanas circundantes al parque referido. Sin contar (pues
es historia obligada aparte) la zona del viejo mercado saturada de todo, de
olores rancios y pútridos, de basura y suciedad, de personajes siniestros
imposible dirigirles la mirada por el temor que infunden, de una inseguridad
innegable que emana de las condiciones deplorable de sus calles mal iluminadas
y la ausencia absoluta de guardianes del orden.
Un espacio, este
último, crítico, vergonzoso y terrorífico (no exagero), y que, en su conjunto,
develan un menosprecio, por todo eso que nos identificó en el pasado, por las
costumbres que le dieron sentido a nuestras vidas; por todo aquello que nos
hizo crecer orgullosos de ser cardenenses.
¿Qué nos sucedió, dónde
perdimos el rumbo de nuestra dignidad, dónde quedo el amor a ese pueblo
pacífico cruce obligado para cualquier rincón tabasqueño que se quisiera
visitar? Yo menos que cualquier cardenense podría explicarlo y aunque todos
conocen los orígenes y los responsables, señalar culpables se volvería ocioso;
de ahí tal vez sólo nos quede indignarnos con nosotros mismos para retomar el
camino desde nuestras trincheras y obligar a quien sea responsable de los
rumbos de la ciudad a cumplir con sus obligaciones, todos juntos en una sola
tarea, voltear la cara a la corrupción y comenzar a construir otra ciudad
fincada en la honestidad y el orgullo.
Hoy de la Heroica
Cárdenas queda únicamente el nombre sobrado de historia; la corrupción, el
narcotráfico, los malos gobiernos y la apatía de sus ciudadanos le dieron forma
al monstruo que la caracteriza.
Son otros tiempos sí,
pero ello no justifica la indolencia.