Explorar, transformar, resistir:
el trayecto
escultórico de Juanita
Valdez
Para Juanita, que labró su vida como su propia
escultura, con paciencia
y voluntad.
El arte, en su perpetua transformación, se presenta como
una justificación inexorable de la condición humana: una necesidad vital de
expresión, cuestionamiento y reinvención. Esta capacidad de permuta no solo es una característica, sino el fundamento de su fuerza
y pertinencia. En su
dinamismo, el arte reafirma constantemente su función como vehículo de
reflexión, generador de significados y catalizador de cambio. Su valor no
radica en ofrecer respuestas definitivas, sino en abrir preguntas inagotables
que interpelan a cada época, a cada espectador, a cada contexto histórico.
Un arte que permanece estático, que se entrega a
fórmulas inertes o se limita a replicar convenciones sin cuestionarlas,
inevitablemente pierde su vigor. Se convierte en un arte que adormece, que se
fosiliza en su incapacidad de generar diálogo o de incidir en la sensibilidad
colectiva. Esta pérdida
de vitalidad no es solo un problema
estético, es una señal de su insolvencia ética y política, una
renuncia a su potencial de ser agente de transformación social y subjetiva.
De
ahí que la práctica artística, entendida como un acto de responsabilidad, exija
el compromiso constante con el cambio. Crear no puede ser, en este sentido, una
actividad complaciente ni meramente ornamental; implica asumir la tarea de
confrontar las realidades, de problematizar las narrativas hegemónicas y de
explorar nuevas formas de percibir, sentir y comprender el mundo. El acto creativo, por tanto, es también un acto de conciencia, un llamado a no perpetuar los silencios ni las
cegueras, sino a abrir grietas en los discursos establecidos, a renovar los
lenguajes y a participar activamente en la construcción crítica de la memoria y
del futuro.
Así, la permanencia del arte no está en su
conservación literal, sino en su incesante capacidad de reformularse, de
incomodar, de ser necesario.
Veo la obra escultórica de Juanita Valdez (El Pozo,
Sinaloa, 1937 – Mexicali, Baja California, 2024) circular
por esos derroteros de exploraciones constantes, en una práctica
artística que nunca cedió a la comodidad de fórmulas repetidas ni a los
dictados de la moda. Su creación avanzó con pasos
mesurados y firmes,
guiada más por una necesidad
interior de búsqueda
que por la urgencia de ocupar
espacios de visibilidad inmediata.
En
su hacer, Valdez se mantuvo fiel a una enorme congruencia con su presencia
silente, una presencia que, sin estridencias ni aspavientos, se distinguió en
un medio frecuentemente ensordecido por los protagonismos y las imposturas.
Esa sobriedad, lejos de restarle potencia, consolidó
su obra en una dimensión de profundidad poco común: una práctica reflexiva que,
al mismo tiempo que exploraba materiales, formas y simbolismos, cuestionaba los
propios límites del lenguaje escultórico. Cada una de sus piezas surgía como un
testimonio de la necesidad de interrogar continuamente los procesos formales y
conceptuales de la escultura, resistiendo la tentación de acomodarse en un
lenguaje reconocible o comercializable.
Su tránsito constante por las indagatorias —sin
atender a las urgencias del mercado, las lógicas institucionales o las demandas
de visibilidad— no fue una estrategia deliberada de resistencia ideológica,
sino más bien una postura vital; es decir, una forma de ser y de crear que
reconocía la importancia de los procesos íntimos, de los ensayos sostenidos,
por encima de los resultados inmediatos o las recompensas externas.
En esa fidelidad a sus búsquedas, Juanita Valdez afincó
sus logros más duraderos, no en el brillo momentáneo de las coyunturas
artísticas, sino en la solidez de una trayectoria que, aunque inicialmente
relegada a márgenes de reconocimiento, terminó por imponerse con la fuerza de
lo auténtico, de aquello que el tiempo no consigue desgastar.
Los reconocimientos, aunque atrasados,
llegaron como una confirmación tácita de la consistencia de su obra y de su
valor profundo, un testimonio de que en el arte, como en la vida, la
persistencia en la exploración, el rigor silencioso y la integridad creativa
acaban por construir su propio lugar
en la memoria colectiva, más allá de los vaivenes
de las modas o de los dispositivos institucionales de
validación.
Una etapa posterior
en su producción muestra a la
artista orientándose hacia una vocación constructivista, en un sentido
riguroso tanto formal como conceptual. Empleando el metal — particularmente las
láminas de metal plegado, recubiertas con delicadas pátinas de esmalte
automotriz—, Valdez desarrolla una analítica del volumen que, más que modelar la masa, trabaja sobre la expansión y el
equilibrio del plano en el espacio.
Liberarse del espesor parece ser aquí su consigna fundamental, una
apuesta por explorar los planos de los valores euclidianos, reducidos a un
juego de tensiones y equilibrios. Con estas obras, logra interesantes
ordenaciones minimalistas en las que cualquier discurso narrativo —si acaso
existiera— queda soterrado ante el goce esencial de las formas, de su
interacción sutil y de su austera elegancia.
Una tercera etapa se revela en las indagaciones
escultóricas de Juanita Valdez, donde, sumergida aún en la abstracción, introduce un gesto de apropiación particularmente significativo, el rescate de objetos industriales destinados a otras funciones, a los que somete a una observación persistente hasta encontrar en
ellos sus valores estéticos latentes. Estos objetos, despojados de su utilidad
primaria, son ensamblados para conformar volúmenes resignificados, que ofrecen
al espectador obras sensuales, abiertas, desprovistas del compromiso de querer transmitir un mensaje explícito.
Y, en una aparente paradoja, estas piezas son enormemente sugerentes, invitando
a múltiples lecturas e interpretaciones.
Este juego de libertades —en la estructuración de las obras a base de
elementos cualquiera—, permisible hoy en el ámbito expandido de la escultura
contemporánea, abre nuevas
posibilidades para que la artista continúe su incansable exploración de las
tres dimensiones, interrogando tanto el objeto como el espacio.
Si bien la grandeza de una obra no depende del
tratamiento de su tamaño, las pequeñas esculturas de Juanita Valdez,
estabilizadas por su riqueza interior y la finra de su composición exterior,
invitan a imaginar su proyección en otros formatos mayores, donde —sin perder
su esencia— podrían desplegar nuevos parámetros de apreciación y disfrute. Sus
piezas, dotadas de un equilibrio singular, ofrecen una lección sobre la
densidad expresiva contenida en la economía de medios y en la escala íntima.
Juanita Valdez supo ser congruente con los tiempos
de cambios vertiginosos que le tocaron vivir, aunque la aceleración misma
de esos tiempos a veces no haya permitido que su ritmo pausado, meditativo, se impusiera en términos de visibilidad. Aun así, su obra refleja
con claridad esa coherencia que ratifica no solo su valía artística, sino también su profundo compromiso con la creación
entendida como un proceso vivo de permuta persistente. Reconocer su trayectoria
es reconocer también un modelo ético y estético que el arte de nuestro tiempo,
urgido de autenticidades, no puede sino valorar y agradece.
Roberto Rosique
Abril, 2025


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