Thursday, May 01, 2025


Explorar, transformar, resistir:

el trayecto escultórico de Juanita Valdez

Para Juanita, que labró su vida como su propia escultura, con paciencia y voluntad.

El arte, en su perpetua transformación, se presenta como una justificación inexorable de la condición humana: una necesidad vital de expresión, cuestionamiento y reinvención. Esta capacidad de permuta no solo es una característica, sino el fundamento de su fuerza y pertinencia. En su dinamismo, el arte reafirma constantemente su función como vehículo de reflexión, generador de significados y catalizador de cambio. Su valor no radica en ofrecer respuestas definitivas, sino en abrir preguntas inagotables que interpelan a cada época, a cada espectador, a cada contexto histórico.

Un arte que permanece estático, que se entrega a fórmulas inertes o se limita a replicar convenciones sin cuestionarlas, inevitablemente pierde su vigor. Se convierte en un arte que adormece, que se fosiliza en su incapacidad de generar diálogo o de incidir en la sensibilidad colectiva. Esta pérdida de vitalidad no es solo un problema estético, es una señal de su insolvencia ética y política, una renuncia a su potencial de ser agente de transformación social y subjetiva.

De ahí que la práctica artística, entendida como un acto de responsabilidad, exija el compromiso constante con el cambio. Crear no puede ser, en este sentido, una actividad complaciente ni meramente ornamental; implica asumir la tarea de confrontar las realidades, de problematizar las narrativas hegemónicas y de explorar nuevas formas de percibir, sentir y comprender el mundo. El acto creativo, por tanto, es también un acto de conciencia, un llamado a no perpetuar los silencios ni las cegueras, sino a abrir grietas en los discursos establecidos, a renovar los lenguajes y a participar activamente en la construcción crítica de la memoria y del futuro.

Así, la permanencia del arte no está en su conservación literal, sino en su incesante capacidad de reformularse, de incomodar, de ser necesario.

Veo la obra escultórica de Juanita Valdez (El Pozo, Sinaloa, 1937 – Mexicali, Baja California, 2024) circular por esos derroteros de exploraciones constantes, en una práctica artística que nunca cedió a la comodidad de fórmulas repetidas ni a los dictados de la moda. Su creación avanzó con pasos mesurados y firmes, guiada más por una necesidad interior de búsqueda que por la urgencia de ocupar espacios de visibilidad inmediata.

En su hacer, Valdez se mantuvo fiel a una enorme congruencia con su presencia silente, una presencia que, sin estridencias ni aspavientos, se distinguió en un medio frecuentemente ensordecido por los protagonismos y las imposturas.

Esa sobriedad, lejos de restarle potencia, consolidó su obra en una dimensión de profundidad poco común: una práctica reflexiva que, al mismo tiempo que exploraba materiales, formas y simbolismos, cuestionaba los propios límites del lenguaje escultórico. Cada una de sus piezas surgía como un testimonio de la necesidad de interrogar continuamente los procesos formales y conceptuales de la escultura, resistiendo la tentación de acomodarse en un lenguaje reconocible o comercializable.

Su tránsito constante por las indagatorias —sin atender a las urgencias del mercado, las lógicas institucionales o las demandas de visibilidad— no fue una estrategia deliberada de resistencia ideológica, sino más bien una postura vital; es decir, una forma de ser y de crear que reconocía la importancia de los procesos íntimos, de los ensayos sostenidos, por encima de los resultados inmediatos o las recompensas externas.

En esa fidelidad a sus búsquedas, Juanita Valdez afincó sus logros más duraderos, no en el brillo momentáneo de las coyunturas artísticas, sino en la solidez de una trayectoria que, aunque inicialmente relegada a márgenes de reconocimiento, terminó por imponerse con la fuerza de lo auténtico, de aquello que el tiempo no consigue desgastar.

Los reconocimientos, aunque atrasados, llegaron como una confirmación tácita de la consistencia de su obra y de su valor profundo, un testimonio de que en el arte, como en la vida, la persistencia en la exploración, el rigor silencioso y la integridad creativa acaban por construir su propio lugar en la memoria colectiva, más allá de los vaivenes de las modas o de los dispositivos institucionales de validación.

Una etapa posterior en su producción muestra a la artista orientándose hacia una vocación constructivista, en un sentido riguroso tanto formal como conceptual. Empleando el metal — particularmente las láminas de metal plegado, recubiertas con delicadas pátinas de esmalte automotriz—, Valdez desarrolla una analítica del volumen que, más que modelar la masa, trabaja sobre la expansión y el equilibrio del plano en el espacio.

Liberarse del espesor parece ser aquí su consigna fundamental, una apuesta por explorar los planos de los valores euclidianos, reducidos a un juego de tensiones y equilibrios. Con estas obras, logra interesantes ordenaciones minimalistas en las que cualquier discurso narrativo —si acaso existiera— queda soterrado ante el goce esencial de las formas, de su interacción sutil y de su austera elegancia.

Una tercera etapa se revela en las indagaciones escultóricas de Juanita Valdez, donde, sumergida aún en la abstracción, introduce un gesto de apropiación particularmente significativo, el rescate de objetos industriales destinados a otras funciones, a los que somete a una observación persistente hasta encontrar en ellos sus valores estéticos latentes. Estos objetos, despojados de su utilidad primaria, son ensamblados para conformar volúmenes resignificados, que ofrecen al espectador obras sensuales, abiertas, desprovistas del compromiso de querer transmitir un mensaje explícito. Y, en una aparente paradoja, estas piezas son enormemente sugerentes, invitando a múltiples lecturas e interpretaciones.

Este juego de libertades —en la estructuración de las obras a base de elementos cualquiera—, permisible hoy en el ámbito expandido de la escultura contemporánea, abre nuevas posibilidades para que la artista continúe su incansable exploración de las tres dimensiones, interrogando tanto el objeto como el espacio.

Si bien la grandeza de una obra no depende del tratamiento de su tamaño, las pequeñas esculturas de Juanita Valdez, estabilizadas por su riqueza interior y la finra de su composición exterior, invitan a imaginar su proyección en otros formatos mayores, donde —sin perder su esencia— podrían desplegar nuevos parámetros de apreciación y disfrute. Sus piezas, dotadas de un equilibrio singular, ofrecen una lección sobre la densidad expresiva contenida en la economía de medios y en la escala íntima.

Juanita Valdez supo ser congruente con los tiempos de cambios vertiginosos que le tocaron vivir, aunque la aceleración misma de esos tiempos a veces no haya permitido que su ritmo pausado, meditativo, se impusiera en términos de visibilidad. Aun así, su obra refleja con claridad esa coherencia que ratifica no solo su valía artística, sino también su profundo compromiso con la creación entendida como un proceso vivo de permuta persistente. Reconocer su trayectoria es reconocer también un modelo ético y estético que el arte de nuestro tiempo, urgido de autenticidades, no puede sino valorar y agradece.

 

Roberto Rosique

Abril, 2025

 


 

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