Sunday, May 04, 2025


Signos de luz:

la huella de Manuel Bojórkez en la fotografía tijuanense

 

A la memoria de Manuel y al corazón de Paty, con todo mi sincero afecto, gratitud y cariño.

Roberto Rosique


Manuel Bojórkez (Tijuana, B. C., 1953–2025) fue un fotógrafo profundamente vinculado a la docencia y a la promoción cultural del quehacer fotográfico, facetas que ejerció con una dedicación insuperable. Su legado no solo se mide por su producción artística, sino también por su papel como formador de generaciones y como impulsor incansable de espacios de aprendizaje y reflexión en torno a la imagen. Creador en la década de los ochenta del Taller de Fotografía de la Universidad Autónoma de Baja California (UABC), llegando a ser uno de los espacios formativos más longevos e influyentes de la región.

Este taller, concebido como un espacio abierto tanto para estudiantes universitarios como para el público en general, eliminó las barreras entre el conocimiento académico y la práctica ciudadana. Al abrir sus puertas sin restricciones, fomentó un entorno de inclusión y diversidad de perspectivas que enriqueció de manera significativa el discurso fotográfico local. En este contexto, la exploración de la imagen artística se dio, en muchos casos, bajo enfoques de corte más tradicional o conservador, pero con una constante búsqueda de sentido estético y profundidad conceptual.

El taller funcionó como un auténtico semillero de talentos, un espacio de iniciación donde numerosos futuros fotógrafos y artistas visuales encontraron no solo las herramientas técnicas para desarrollar su oficio, sino también un punto de partida para la construcción de una mirada crítica y personal. Desde la fotografía documental hasta las propuestas experimentales, el Taller de Fotografía de la UABC permitió a sus participantes acercarse a la imagen como una forma de expresión y de pensamiento.

Gracias a la visión de figuras como Bojórkez, este taller trascendió su función pedagógica para convertirse en un pilar de la vida cultural tijuanense. En él confluyeron generaciones, estilos, inquietudes y trayectorias, consolidándose como un referente indispensable para entender el desarrollo de la fotografía en el noroeste de México. Su existencia reafirma la importancia de los espacios formativos no solo como lugares de enseñanza, sino como catalizadores de procesos creativos, comunitarios y de transformación social.

Por el Taller de Fotografía de la UABC ha desfilado un número notable de fotógrafos, muchos de los cuales se han consolidado como figuras clave en el panorama artístico local y nacional. Entre ellos destacan Vidal Pinto, Alfonso Lorenzana, Yuri Manrique, Mario Porras, Enrique Trejo, Julio Orozco y Heracleo Hernández, por mencionar solo algunos. Cada uno ha llevado la disciplina fotográfica hacia territorios personales y diversos, con enfoques que van desde la fotografía documental hasta la experimentación visual, dando cuenta de la amplitud de caminos que este espacio supo estimular.

En las últimas décadas, el número de participantes y egresados que han desarrollado una voz propia se fue multiplicando de manera significativa, conformando una red creciente de fotógrafos activos cuya formación inicial remite, en muchos casos, a este taller.

Uno de los aspectos más representativos de la vocación promotora de Bojórkez fue la organización constante de exposiciones colectivas anuales bajo el título Signos e Imágenes, realizadas de manera ininterrumpida desde 1980 hasta 2023. Estos encuentros expositivos se convirtieron en un escaparate fundamental para la fotografía tijuanense, al ofrecer un espacio de visibilidad tanto para autores emergentes como para profesionales ya consolidados. Esta mezcla intergeneracional no solo permitió el diálogo entre distintas etapas de formación y producción, sino que contribuyó a construir una memoria visual de la ciudad y de sus transformaciones a través de la lente de múltiples miradas.

Signos e Imágenes fue mucho más que una muestra colectiva, fue un termómetro del desarrollo técnico y conceptual de la fotografía en la región. Cada edición funcionó como un corte transversal del estado de la disciplina, revelando no solo avances formales o temáticos, sino también nuevas preocupaciones sociales, estéticas y culturales que los participantes ponían en juego. Así, el taller no solo formó fotógrafos, sino que contribuyó activamente a la construcción de un discurso visual propio en el contexto fronterizo.

La labor de Bojórkez como promotor fue determinante para sostener en el tiempo este proyecto formativo y expositivo. Su capacidad para generar comunidad, impulsar nuevas generaciones y sostener un espacio de creación constante hizo del Taller de Fotografía un hito en la historia cultural de Tijuana. Su visión no solo se reflejó en la formación técnica, sino en la creación de condiciones para que la fotografía pudiera florecer como un campo de expresión crítica, reflexión estética y construcción colectiva de sentido.

La Universidad Autónoma de Baja California, así como la comunidad artística y cultural de la región, guardan una profunda deuda de gratitud con la labor formativa de Manuel Bojórkez. Su entrega como maestro y guía trascendió las aulas para dejar una huella imborrable en generaciones de fotógrafos que hoy, desde distintos enfoques y territorios, continúan registrando con sus imágenes fragmentos esenciales de nuestra identidad colectiva. Los frutos de sus cursos y talleres no solo permanecen vivos en la práctica cotidiana de quienes alguna vez compartieron con él el espacio del aprendizaje, sino también en la construcción de una memoria visual plural, sensible y duradera.

Cada fotografía que captura la esencia de lo que somos —nuestras luchas, paisajes, rostros y transformaciones— lleva, en cierta forma, el eco de su enseñanza y el impulso de su generoso legado. Su labor personal desde el marco creativo es también extensa, registra momentos valiosos de los personajes más emblemáticos de la entidad, así como sus peripecias por el mundo y deja con todo ello un amplio legado que hará posible leer lo que fuimos desde su mirada curiosa y puntual en un amplio legado fotográfico.

Manuel fue un fotógrafo de mirada ecléctica, atento a las formas, a las correspondencias visuales y a las resonancias estéticas de la imagen. Su trabajo se caracteriza por una búsqueda rigurosa de la precisión en el encuadre, el balance en la composición y la elección cuidadosa de los centros de atención. Sus imágenes, en su mayoría de estructura estática, están marcadas por una notable claridad formal y un dominio absoluto de la luz y la angulación. Pero más allá del aspecto técnico, sus fotografías revelan un profundo deseo de transmitir belleza, conmover e incluso dejar una huella emocional en quien las contempla.

Lejos de la urgencia de documentar los exabruptos de la vida social o de señalar de forma directa las injusticias del entorno, Bojórkez optó por una trinchera más íntima y serena, la de la contemplación, la del deleite visual, la del silencio elocuente. Su obra no rehúye el compromiso, pero lo traslada a la esfera del detalle, del ritmo interno de las formas, de la armonía visual que se presenta sin necesidad de retórica ni denuncia. Sus imágenes encuentran valor en lo esencial, en lo que se ordena y se ilumina desde adentro, apelando a una estética pura que, lejos de ser superficial, se muestra como una apuesta por la dignidad de la mirada.

Ese legado mesurado y reflexivo ha quedado registrado en gran parte en su libro Tras los lentes... de Manuel Bojórkez (2022), con prólogo de Gabriel Trujillo, una obra que constituye no solo un compendio personal, sino también un testimonio histórico y geográfico de gran valor para la entidad. El libro se convierte en una herramienta de memoria colectiva, un archivo visual que, junto a otros registros de su tipo, contribuye a dibujar el rostro múltiple y cambiante de este confín limítrofe del norte mexicano. Es, sin duda, una aportación invaluable al patrimonio cultural de la región.

Manuel cumplió su ciclo vital, pero deja tras de sí una constancia gráfica entrañable y profunda de su tránsito por el mundo. Forjó, con igual entrega, una familia consanguínea sólida y amorosa, y otra familia —la de sus alumnos, colegas y amigos— que le estará eternamente agradecida; porque además de compartir su conocimiento, supo mostrar con generosidad el camino de la fotografía como oficio noble, como medio de introspección, como espacio de belleza, y como refugio desde donde seguir creyendo en el poder de la imagen para hacernos mejores, para recordarnos quiénes somos y hacia dónde aún podemos ir.

 

 

Thursday, May 01, 2025


Explorar, transformar, resistir:

el trayecto escultórico de Juanita Valdez

Para Juanita, que labró su vida como su propia escultura, con paciencia y voluntad.

El arte, en su perpetua transformación, se presenta como una justificación inexorable de la condición humana: una necesidad vital de expresión, cuestionamiento y reinvención. Esta capacidad de permuta no solo es una característica, sino el fundamento de su fuerza y pertinencia. En su dinamismo, el arte reafirma constantemente su función como vehículo de reflexión, generador de significados y catalizador de cambio. Su valor no radica en ofrecer respuestas definitivas, sino en abrir preguntas inagotables que interpelan a cada época, a cada espectador, a cada contexto histórico.

Un arte que permanece estático, que se entrega a fórmulas inertes o se limita a replicar convenciones sin cuestionarlas, inevitablemente pierde su vigor. Se convierte en un arte que adormece, que se fosiliza en su incapacidad de generar diálogo o de incidir en la sensibilidad colectiva. Esta pérdida de vitalidad no es solo un problema estético, es una señal de su insolvencia ética y política, una renuncia a su potencial de ser agente de transformación social y subjetiva.

De ahí que la práctica artística, entendida como un acto de responsabilidad, exija el compromiso constante con el cambio. Crear no puede ser, en este sentido, una actividad complaciente ni meramente ornamental; implica asumir la tarea de confrontar las realidades, de problematizar las narrativas hegemónicas y de explorar nuevas formas de percibir, sentir y comprender el mundo. El acto creativo, por tanto, es también un acto de conciencia, un llamado a no perpetuar los silencios ni las cegueras, sino a abrir grietas en los discursos establecidos, a renovar los lenguajes y a participar activamente en la construcción crítica de la memoria y del futuro.

Así, la permanencia del arte no está en su conservación literal, sino en su incesante capacidad de reformularse, de incomodar, de ser necesario.

Veo la obra escultórica de Juanita Valdez (El Pozo, Sinaloa, 1937 – Mexicali, Baja California, 2024) circular por esos derroteros de exploraciones constantes, en una práctica artística que nunca cedió a la comodidad de fórmulas repetidas ni a los dictados de la moda. Su creación avanzó con pasos mesurados y firmes, guiada más por una necesidad interior de búsqueda que por la urgencia de ocupar espacios de visibilidad inmediata.

En su hacer, Valdez se mantuvo fiel a una enorme congruencia con su presencia silente, una presencia que, sin estridencias ni aspavientos, se distinguió en un medio frecuentemente ensordecido por los protagonismos y las imposturas.

Esa sobriedad, lejos de restarle potencia, consolidó su obra en una dimensión de profundidad poco común: una práctica reflexiva que, al mismo tiempo que exploraba materiales, formas y simbolismos, cuestionaba los propios límites del lenguaje escultórico. Cada una de sus piezas surgía como un testimonio de la necesidad de interrogar continuamente los procesos formales y conceptuales de la escultura, resistiendo la tentación de acomodarse en un lenguaje reconocible o comercializable.

Su tránsito constante por las indagatorias —sin atender a las urgencias del mercado, las lógicas institucionales o las demandas de visibilidad— no fue una estrategia deliberada de resistencia ideológica, sino más bien una postura vital; es decir, una forma de ser y de crear que reconocía la importancia de los procesos íntimos, de los ensayos sostenidos, por encima de los resultados inmediatos o las recompensas externas.

En esa fidelidad a sus búsquedas, Juanita Valdez afincó sus logros más duraderos, no en el brillo momentáneo de las coyunturas artísticas, sino en la solidez de una trayectoria que, aunque inicialmente relegada a márgenes de reconocimiento, terminó por imponerse con la fuerza de lo auténtico, de aquello que el tiempo no consigue desgastar.

Los reconocimientos, aunque atrasados, llegaron como una confirmación tácita de la consistencia de su obra y de su valor profundo, un testimonio de que en el arte, como en la vida, la persistencia en la exploración, el rigor silencioso y la integridad creativa acaban por construir su propio lugar en la memoria colectiva, más allá de los vaivenes de las modas o de los dispositivos institucionales de validación.

Una etapa posterior en su producción muestra a la artista orientándose hacia una vocación constructivista, en un sentido riguroso tanto formal como conceptual. Empleando el metal — particularmente las láminas de metal plegado, recubiertas con delicadas pátinas de esmalte automotriz—, Valdez desarrolla una analítica del volumen que, más que modelar la masa, trabaja sobre la expansión y el equilibrio del plano en el espacio.

Liberarse del espesor parece ser aquí su consigna fundamental, una apuesta por explorar los planos de los valores euclidianos, reducidos a un juego de tensiones y equilibrios. Con estas obras, logra interesantes ordenaciones minimalistas en las que cualquier discurso narrativo —si acaso existiera— queda soterrado ante el goce esencial de las formas, de su interacción sutil y de su austera elegancia.

Una tercera etapa se revela en las indagaciones escultóricas de Juanita Valdez, donde, sumergida aún en la abstracción, introduce un gesto de apropiación particularmente significativo, el rescate de objetos industriales destinados a otras funciones, a los que somete a una observación persistente hasta encontrar en ellos sus valores estéticos latentes. Estos objetos, despojados de su utilidad primaria, son ensamblados para conformar volúmenes resignificados, que ofrecen al espectador obras sensuales, abiertas, desprovistas del compromiso de querer transmitir un mensaje explícito. Y, en una aparente paradoja, estas piezas son enormemente sugerentes, invitando a múltiples lecturas e interpretaciones.

Este juego de libertades —en la estructuración de las obras a base de elementos cualquiera—, permisible hoy en el ámbito expandido de la escultura contemporánea, abre nuevas posibilidades para que la artista continúe su incansable exploración de las tres dimensiones, interrogando tanto el objeto como el espacio.

Si bien la grandeza de una obra no depende del tratamiento de su tamaño, las pequeñas esculturas de Juanita Valdez, estabilizadas por su riqueza interior y la finra de su composición exterior, invitan a imaginar su proyección en otros formatos mayores, donde —sin perder su esencia— podrían desplegar nuevos parámetros de apreciación y disfrute. Sus piezas, dotadas de un equilibrio singular, ofrecen una lección sobre la densidad expresiva contenida en la economía de medios y en la escala íntima.

Juanita Valdez supo ser congruente con los tiempos de cambios vertiginosos que le tocaron vivir, aunque la aceleración misma de esos tiempos a veces no haya permitido que su ritmo pausado, meditativo, se impusiera en términos de visibilidad. Aun así, su obra refleja con claridad esa coherencia que ratifica no solo su valía artística, sino también su profundo compromiso con la creación entendida como un proceso vivo de permuta persistente. Reconocer su trayectoria es reconocer también un modelo ético y estético que el arte de nuestro tiempo, urgido de autenticidades, no puede sino valorar y agradece.

 

Roberto Rosique

Abril, 2025