De la necesidad de reconocer nuestro pasado,
a la ocurrencia de homenajear cualquier cosa
(A
nuestro gobierno, a las instituciones culturales y a la comunidad en general)
Roberto Rosique
Una sociedad que no
reconoce su pasado está destinada al padecer su presente y a tener un futuro
poco alentador; de ahí su importancia, tanto como el hecho de que en ese
reconocimiento se destaque a todo aquel que realmente contribuyó al
florecimiento de la entidad.
La historia oficial
de nuestro país se encuentra plagada de una serie de sucesos imprecisos, de personajes
reconocidos como héroes nacionales o ejemplos a seguir, cuyos nombres fueron
asignados a calles, avenidas, colonias, parques o instituciones culturales y de
otras índoles, como un reconocimiento perentorio por una supuesta vida de
entrega desinteresada al servicio de su comunidad o a la nación; pero que un análisis
(ni siquiera profundo) revela inconsistencia y falsedad, y devela que se han
homenajeado individuos oportunistas, con dotes grandilocuentes, demagógicos y
farsantes, sin méritos sociales suficientes para tal reconocimiento. Que fueron
designados por los gobiernos en turno, propuestos por los mismos miembros del partido
político o por asociaciones político-culturales o aquellas denominadas
altruistas o de beneficencia social, generalmente subsidiadas por el mismo sistema
y la iniciativa privada (por lo común empresarial); acciones que únicamente ponen
de manifiesto el amiguismo, el compadrazgo, el nepotismo, donde lo importante
es que alguien del clan figure como luminaria para la justificación de sus
acciones.
Tijuana no puede ser
la excepción, la ciudad contribuye también a la glorificación de héroes
nacionales y personajes locales a quienes se les atribuyen cualidades
suficientes para ser perpetuados con el nombre de una calle, una colonia, un
parque y ahora parecen estar de moda hacerlo con los espacios o instituciones
culturales. Esto no debería ser motivo de cuestionamientos, cuando a quien se
propone (o se impone) sea realmente digno de tal categorización y no únicamente
el capricho de seguidores entusiastas que encuentran sublime algunos actos,
cualesquiera, que no tienen que ver más que con su función elemental de
ciudadano. Crear asociaciones, promover la cultura, realizar exposiciones de
pintura o tardeadas de lectura de poemas, publicar folletines de cuentos, ensalzar
al artista, son actos simples que podrán reconocerse y es justo; pero no al
grado de otorgarles la perpetuidad con su nombre algún espacio público.
Un acto de esta
naturaleza tiene implicaciones serias que tiempo atrás olvidaron respetar quienes
reparten estos reconocimientos, asignarle el nombre de algún ciudadano a un espacio
de esta índole implica una revisión exhaustiva de quien se pretende homenajear,
tan profunda como la que se requiere para otorgar una presea universal (el Nobel
o la canonización) que no es de ninguna manera el caso; pero que implica el alto
grado ético de compromiso ciudadano (que no gubernamental) para argumentar
fielmente y a cabalidad los hechos que se imputan como gloriosos; pues sus
hijos y los hijos de sus hijos heredarán el recordatorio de la grandeza del
personaje laureado, para que la certeza de su historia, así como su aportación al
bien común (probado), sea motivo de imitarse.
Solemos ser injustos
cuando olvidamos, pero lo somos también cuando juzgamos a la ligera o premiamos
sin razón. La historia tarde o temprano esclarece hechos, reivindica y saca a
relucir verdades; así que, aún cuando esta comunidad cultural cortesana esté
sobrada de oportunistas que saben granjear amistades con el cuento de un pasado
glorioso inexistente, que se hacen de un presente bajo el pretexto de la
rectitud y que los incautos estiman valioso o encomiable y por ello reconoce y
premia como grandes personajes (cuando sólo han sabido simular y acomodarse en
el recaudo del que más les favorece); olvidamos que hay otra clase que no es
reconocida porque no lustra botines ni condesciende en tertulias, que se
entrega a lo creativo ganando su respeto en el trabajo, dejando como ejemplo
una obra dilatada, valiosa, imprescindible (comprobable), esta es la casta que
merece el reconocimiento y poca veces lo hacemos.
Caminamos por la
segunda década del siglo nuevo, dejemos de jugar a los justos, pero sí de
homenajear se trata, hagámoslo todos los días reconociendo a aquellos que hacen
algo más que engordar su beneficio personal. Tenemos la obligación de reconocer
al altruista, al profesionista que contribuye con su trabajo al crecimiento
social, a los responsables de la cultura artística que distinguen a la ciudad
en su propia casa y en otros linderos, al promotor cultural desinteresado, al servidor
público responsable, al maestro comprometido, a tantos ciudadanos
invisibilizados que día con día realizan su labor contribuyendo el bien común; blindémosle
a todos ellos el reconocimiento porque son ejemplos de cómo debemos actuar para
vivir con dignidad, y dejemos la alta estima, la presea gloriosa, el reconocimiento
total, que es el hecho de poner el nombre del honrado a un espacio público,
pues ello correspondería sólo a aquel o aquellos que realmente dieron la vida
por la comunidad, los que denunciaron abiertamente las atrocidades de gobiernos
corruptos, de servidores públicos sinvergüenzas y despóticos, de empresarios
abusivos y esclavistas y que además de denunciar pusieron el ejemplo con hechos
contribuyendo con su esfuerzo a mitigar la pobreza y la marginalidad. La lista
de estos personajes imprescindibles y otros más de la misma ralea es escasa, y
son quienes deberían servirnos de ejemplo para designar nombres a estas
instancias públicas, hagámoslo, si lo que queremos construir una sociedad digna
y justa.